Por: Eugenia Gutiérrez.
Ciudad de México, 25 de noviembre de 2014.
No existe un término para referirse a una madre que pierde a su hija, a su hijo. No será viuda ni huérfana. Simplemente madre por el resto de su vida, una madre sin sus hij@s. Ocurre lo mismo con un padre que padece la paternidad interrumpida, pues no dejará de serlo nunca. En México, gran parte de los hijos y las hijas que se pierden no lo hacen por enfermedad ni por accidente, sino a causa de la violencia institucional. No son pérdidas naturales sino pérdidas evitables. Ya sea por desnutrición, enfermedades curables, secuestro, asesinato o por detención y desaparición, se calcula que un cuarto de millón de madres y padres mexicanos han perdido a sus hij@s en lo que va de este siglo XXI, sin que alguien se haya tomado la molestia de llevar una cuenta precisa. Tampoco existe un término que pueda definir a los descendientes, familiares y conocidos de una persona secuestrada, asesinada o desaparecida por policías, militares y grupos abiertamente delincuenciales. Simplemente familias rotas. Nuestro país ha generado en los últimos ocho años al menos 150 mil.
Conforme avanzan las décadas, cada 25 de noviembre se intensifican las actividades mundiales por el día internacional contra la violencia hacia las mujeres, pues ésta no termina. En África, a ocho meses de su secuestro por parte del grupo terrorista Boko Haram, 219 niñas estudiantes de la secundaria cristiana de Chibok continúan secuestradas en Nigeria por señores de la guerra. Los extremistas musulmanes encabezados por Abubakar Shekau las han mostrado videograbadas, sometidas, insertas en doscientas burkas y repitiendo versos del Corán. En distintos videos, un Shekau armado hasta los dientes ha amenazado con venderlas por unos cuantos dólares para que se diluyan en un mercado sexual de jovencitas. No conforme, se ha burlado de la campaña mundial “Devuélvannos a nuestras hijas”, alegre y protegido por una escenografía de lanzamisiles. En otros países en guerra como Siria, Palestina, Afganistán o Rusia, por mencionar sólo algunos, decenas de miles de familias padecen los agravios del desplazamiento forzado, los enfrentamientos militares, la migración y la falta de acceso al alimento, la salud, la vivienda y la educación. Niñas, niños y mujeres pagan la cuota más alta de dolor.
Datos recientes recabados por la ONU indican que el 30% de las mujeres en todo el mundo (unos 1,000 millones) padecen violencia física, sexual y psicológica por parte de su pareja a lo largo de su vida, aunque menos del 10% lo denuncia. Cada año, un millón de mujeres son secuestradas por el mercado de la trata y la esclavitud. Niñas y mujeres realizan el 55% del trabajo forzado y esclavizante, y conforman el 98% de las personas explotadas sexualmente. Cerca de 130 millones de mujeres contemporáneas han sido sometidas a mutilación genital en África y Medio Oriente. Más de 120 millones de niñas (el 10%) han sido violentadas en una o varias ocasiones, la mayoría de las veces por sus padres, tíos y hermanos. Anualmente, unos 250 millones de niñas se casan antes de cumplir los quince años. De hecho, el terrorista Shekau asegura que casó a su hija antes de que la niña cumpliera los cinco años.
En un contexto mundial tan hostil, México ha hecho aportaciones sobresalientes a la numeralia de violencia contra mujeres en lo que va del siglo. Las cifras de asesinatos, torturas, violaciones, obstrucción de derechos, violencia intrafamiliar, niñas y niños sin hogar, trata de mujeres y abusos contra menores nos colocan por encima del promedio estadístico mundial, y superan, incluso, los registros de países en guerra declarada o que se recuperan lentamente de largos procesos de genocidio. En la primera década de este siglo quedaron registrados en México 14 mil feminicidios. Encuestas realizadas en 2011 (INMUJERES, 2014) arrojan datos que nos enmudecen: al 14% de las mujeres mexicanas (casi 8 millones), su pareja las ha “golpeado, amarrado, pateado, tratado de ahorcar o asfixiar, o agredido con un arma”. Pero el número de mujeres golpeadas, humilladas, amarradas, pisoteadas, amenazadas, pateadas, toleteadas y torturadas sexualmente por grupos delincuenciales y por integrantes de fuerzas policiacas y militares ni siquiera se puede contabilizar. Organismos de derechos humanos calculan que casi la totalidad de las mujeres que son detenidas en nuestro país padecen tortura sexual.
El México de hoy ofrece una amplia variedad de formas de violencia institucional a las mujeres nacidas en esta tierra o venidas de muy lejos. Cada año, miles de mujeres sin presente persiguen un futuro sueño americano que desde aquí deviene pesadilla. Las jóvenes fértiles se anticipan al terror que les espera en Chiapas, Veracruz y Tamaulipas colocándose, si pueden, dispositivos intrauterinos antes de salir de Guatemala, Honduras, El Salvador o Nicaragua, pues ya saben que ocho de cada diez serán atacadas (algunas, hasta tres veces) en su recorrido por la silueta del Golfo de México.
Tan sólo en la última década, decenas de mujeres han sido encarceladas por practicarse un aborto o por sufrir un aborto espontáneo. Adriana Manzanares, nahua madre de tres hijos, estuvo presa siete años en un penal de Guerrero luego de que su padre la acusara de haber abortado. Fue liberada en enero de 2014. En tanto, las mujeres presas por motivos políticos se acumulan. A casos como el de Remedios Alonso Vargas (detenida en 2000, madre de diez hijos y sentenciada a 22 años) se han sumado recientemente los de Enedina Rosas Vélez (en arresto domiciliario en Puebla), Néstora Salgado García (policía comunitaria de Olinalá, Guerrero, presa desde hace un año), Hillary Analí González Olguín, Liliana Garduño Ortega y Tania Ivonne Damián Rojas (estudiantes detenidas el pasado 20 de noviembre en el zócalo capitalino, trasladadas a un penal de alta seguridad en Nayarit), así como Jaqueline Santana López (estudiante detenida el 15 de noviembre pasado en el Distrito Federal). De los 31 periodistas asesinados en México en los últimos cuatro años (Animal Político, 2014), seis son mujeres: María Elizabeth Macías Castro (Tamaulipas), Yolanda Ordaz (Veracruz), Agustina Solano (Veracruz), María Elvira Hernández Galeano (Guerrero), Regina Martínez Pérez (Veracruz) e Irasema Becerra (Veracruz). La doctora y tuitera María del Rosario Fuentes Rubio fue asesinada el pasado 16 de octubre por denunciar la violencia del estado en su cuenta “Valor por Tamaulipas”. Sus asesinos la retrataron antes y después de morir. Luego publicaron en su propia cuenta de twitter un macabro mensaje póstumo acompañado de sus últimas fotografías.
El desprecio con que son tratadas las mujeres detenidas en México es parte de la normalidad de la conducta policiaca. El 6 de diciembre de 2012, desde el penal de Santa Martha Acatitla (D.F.), las 11 mujeres que fueron detenidas junto con 95 hombres el 1 de diciembre de 2012 en la Ciudad de México, durante las protestas en las que murió asesinado Kuy Kendall, informaron a la opinión pública la manera en que los policías las ofendían con frases como “Pero qué tal gritaban, perras”. La historia se repite este 2014, pues la abogada y cineasta Layda Negrete reporta que en los actos represivos del pasado 20 de noviembre contra la marcha pacífica en apoyo a los jóvenes normalistas atacados en Iguala, ella y varias mujeres de su familia fueron golpeadas brutalmente por policías del Distrito Federal al grito de “¡Pinches putas! Pero querían venir…”. Ante denuncias como ésta, el secretario de seguridad pública del D.F. ha optado por felicitar al cuerpo de granaderos por su “gallardía”, mientras espeta a Layda Negrete y a decenas de personas agredidas y detenidas un “le guste a quien le guste”.
En este marco de violencia institucional generalizada destacan más que nunca los esfuerzos organizativos de denuncia permanente y autonomía sostenida. El día de ayer (24 de noviembre), un inquebrantable grupo de mujeres que padecieron tortura sexual los días 3 y 4 de mayo de 2006 en la represión ordenada por Enrique Peña Nieto en San Salvador Atenco informaron que avanzan en su campaña “Rompiendo el silencio. Todas juntas contra la tortura sexual”. A la fecha, no hay ningún policía ni funcionario consignados por la tortura sexual de 26 mujeres, ni por los asesinatos de los jóvenes Francisco Javier Cortés y Alexis Benhumea, pero el grupo intensifica sus trabajos. A las 11 mujeres que comenzaron este esfuerzo colectivo (Ana María, Italia, Claudia, Cristina, Edith, Mariana, María Patricia, Norma, Patricia, Gabriela y Yolanda) se han unido más mexicanas que padecen cada día la tortura sexual de policías, militares y marinos. Las mujeres que lanzan esta campaña se fortalecen trabajando unidas para denunciar esta “especie de endemia de la tortura que hay que corregir”.
En una comunidad indígena mexicana, una mujer zapatista, madre de siete, descansa unos momentos en la cocina después de un día agotador de madrugada en el cafetal y trabajo cotidiano. Con la frente hervida de piquetes, sus ojos tristes se encienden en rabia junto al fogón mientras relata a sus compañeras las anécdotas de la semana. Toda la presión de un grupo paramilitar escapa por sus labios. Hay varios animales asesinados para lastimar a sus dueños. El recuerdo del charco de sangre que una perrita dejó en el camino esa mañana enciende más los ojos de la zapatista y la lleva a contar lo que vive todos los días en carne propia: insultos, majaderías, burlas a sus hijas que no van a la escuela (porque fue destruida), ofensas contra niñas y niños zapatistas, hasta llegar al “te voy a meter bala” de un paramilitar que, siempre que puede, la amenaza de muerte. Es en la colectividad indígena y en la autonomía rebelde, constructora de Juntas de Buen Gobierno, que esta madre mexicana resiste los embates de un sistema salvaje. Cada día, ese sistema violenta en mujeres como ella los quince tratados internacionales ratificados por México en materia de igualdad desde el 3 de mayo de 1938 hasta el 15 de marzo de 2002, además de una Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia que nació muerta. Esta ley fue diseñada desde la lógica de un feminismo sistémico que no incomoda, no trasforma, no cuestiona ninguna estructura verdaderamente patriarcal y no detiene la guerra. De hecho, la fomenta y la defiende porque no es feminismo sino protección a ultranza de intereses económicos.
La violencia institucional se teledirige hacia los amplios sectores sociales a los que se les niegan sus derechos más elementales. Por eso, no todas las mujeres viven mal en México. Muchas han recolectado las ganancias de cien años de lucha por nuestros derechos. Una vez acomodadas en las esferas de poder y corrupción, ellas ejercen la violencia. Una ladrona que no imparte clases porque no está preparada para hacerlo se autodenomina maestra, aunque ha robado durante toda su vida. Una mujer que compra bolsas de mano a precio de tres años de salario mínimo coordina a nivel nacional una cruzada contra el hambre, patrocinada por empresas que producen alimentos tóxicos. Una mujer de plástico contrae matrimonio con un hombre que aceptó públicamente su responsabilidad en los hechos de San Salvador Atenco donde hubo asesinatos, encarcelamientos y tortura sexual. Luego presta su nombre para la adquisición indebida de un palacio y tiene el cinismo de llamarse honesta. Otra mujer, hija y hermana de narcotraficantes y madre de cuatro hijos, ordena junto con su esposo el ataque a los hijos de otras.
Los actos de barbarie cometidos recientemente por policías municipales de Iguala, Guerrero, engrosan hoy la lista de agravios que debieron evitarse: una mujer, un hombre y cuatro jóvenes muertos (uno de ellos, torturado); veinte personas heridas, algunas en estado verdaderamente grave; un estudiante normalista en coma desde el 26 de septiembre de 2014; otro sometido a varias cirugías de reconstrucción facial; cuarenta y tres más secuestrados por la policía municipal y que aún no regresan. A esos saldos trágicos hay que sumar el dolor de las familias, con cinco jóvenes viudas, siete niñas y niños huérfanos (Melissa Sayuri Mondragón, apenas a los dos meses de nacida) y decenas de personas en espera de sus muchachos. Medio centenar más de madres y padres sin sus hijos. Nuevas familias rotas.
Es mucho el trabajo pendiente en México en materia de derechos humanos, particularmente de mujeres, niñas y niños, pues vivimos en el país que acuñó el término “feminicidio”. Frente a la inutilidad de exigir a las instituciones que combatan un mal que les da vida y razón de ser, decenas de miles de mujeres y hombres, en su mayoría jóvenes, siguen manifestándose contra la violencia en cada espacio de libertad construido con autonomía. Algunas y algunos de ellos se organizan con coraje para compartir experiencias de lucha en el próximo “Festival de las Resistencias y las Rebeldías contra el Capitalismo. Donde l@s de arriba destruyen, l@s de abajo reconstruimos”, que arrancará el 21 de diciembre. “Su dolor es nuestro, su rabia es la nuestra”. Con esa profundidad moral resumen las comunidades zapatistas su empatía con el dolor de los normalistas de Ayotzinapa, de sus familias heridas y de nuestro país tan lastimado. Es en esta sencilla convocatoria del Ejército Zapatista de Liberación Nacional y del Congreso Nacional Indígena donde decenas de colectivos se disponen a trazar, desde un país en guerra, su propio camino de construcción y paz para México y el mundo.