Escrito por Sebastiao Pinheiro
Una de las historias más antiguas, fascinantes y desastrosas de la agricultura industrial es la del 2,4-D, un herbicida que Estados Unidos utilizó en la guerra de Vietnam y que hoy se fabrica en países del tercer mundo. Lanzado desde aviones tiene graves efectos sobre la salud de los campesinos.
La química industrial aplicada a la agricultura nació a mitad del siglo XVIII con los fertilizantes agrícolas, y simultáneamente surgió una interrogante: ¿cómo eran el metabolismo de las plantas y su funcionamiento? Así emergió la “fisiología vegetal” en la primera mitad del siglo XX en Rothamsted, California, en el Reino Unido y en Japón.
Los primeros estudios sobre las hormonas vegetales se efectuaron en Estados Unidos sobre semillas de avenas y se aislaron auxinas naturales. En Japón, entretanto, los científicos estudiaron plántulas de arroz enfermas y aislaron el ácido giberélico. Después vinieron el etileno, las cinetinas y citocininas.
En dosis muy diluidas (en concentraciones de 1/10.000.000 ppm., esto es, una en diez millones de partes) estas hormonas conseguían provocar el crecimiento de algunas partes de las plantas, favorecían el enraizamiento, una mayor masa foliar, frutos más grandes, alargamiento de los ramilletes y cosechas superiores. Cuando la dosis se aumentaba por encima de las 5 ppm. la sustancia destruía y mataba a las plantas, principalmente a los cultivos de familias diferentes a los cereales de los cuales era extraída.
Obviamente, su extracción de forma natural era tan cara que hacía inviable su utilización, pero estos descubrimientos abrieron el camino a la obtención de productos industriales sintéticos que, aplicados a los cultivos de cereales, permitieron controlar el crecimiento exponencial que experimentaban algunas plantas adventicias como consecuencia de la destrucción de la estructura de los suelos agrícolas con la fertilización química y la mecanización intensificada (tractores y sus herramientas). La etapa siguiente era entonces sintetizar sustancias que tuvieran una acción similar a aquellas utilizadas para su producción industrial.
En el escenario de la Primera Guerra Mundial, y estimulados por el uso de armas químicas por parte de los militares alemanes, los científicos ingleses se anotaron una gran victoria que los puso al frente en la carrera químico-bélica: inventaron la molécula química del Metil-Cloro-Phenoxi-Acético, que recibió la sigla MCPA y que tiene la siguiente fórmula.
A comienzos de la Segunda Guerra Mundial la aviación nazi (Luftwaffe) lanzó un violento ataque sobre las instalaciones militares de investigación biológica y química de la Imperial Chemistry Industries -ICI-, ubicada en las proximidades de Londres, donde se estaba preparando un arma biológica con Bacillus antracis. Es previsible el odio que provocaba en los alemanes imaginar a sus tropas atacadas por una enfermedad de los caballos, y el júbilo y la propaganda de los británicos al lograrlo. El ataque mató a más de cinco mil investigadores, lo que motivó el traslado de los sobrevivientes y sus trabajos a Canadá y a Fort Derrick, en Estados Unidos. Los ingleses pensaron en rociar MCPA sobre las plantaciones alemanas de papas y remolacha azucarera, porque además de ser un alimento estratégico estos cultivos representaban también la base para la producción de combustible para las bombas voladoras V1, 2 y V9 que atormentaban y masacraban a la población londinense.
Trabajando sobre la molécula británica de MCPA, y haciéndole honor a su reputación de pragmatismo, los estadounidenses buscaron bajar los costos y aumentar la eficiencia del herbicida de uso militar, y descubrieron que sustituyendo el metil (M) por una molécula de Cloro obtenían el Cloro-Cloro-Phenoxi-Acético, que es 20 por ciento más eficiente que su predecesor.
Su fórmula permite ver que los átomos de Cloro están colocados sobre las posiciones 2 y 4, por lo que su nombre completo pasó a ser 2,4 Diclorofenoxiacético, luego reducido al conocido 2,4-D, que se volvió un secreto militar tan resguardado como el Proyecto Manhattan que desarrolló la bomba atómica.
Las investigaciones continuaron, y se descubrió algo todavía más fantástico: cuando se agregaba un tercer átomo de cloro en la posición 5 se obtenía un producto –el 2,4,5 Triclorofenoxiacético– que actuaba en árboles de gran porte matándolos en pocos días, habilitando su combustión en grandes incendios propiciados por objetivos militares.
En mayo de 1945 dos navíos cargueros militares estadounidenses repletos de 2,4-D –con el código LN9– y de 2,4,5-T –con el código LN12– amarraron en las Islas Marianas, en el Pacífico, próximas a Japón, para decidir la guerra. Pero el macabro éxito de las bombas nucleares anticipó el desenlace e impidió el uso de estas armas biológicas.
Inmediatamente, la Dow Chemical, junto con las ICI británicas y otras empresas, lanzaron el herbicida 2,4-D para su uso en los campos de cereales como el trigo, el maíz, la cebada, el centeno y el sorgo. Las plantas adventicias se transformaron en “hierbas dañinas” y los herbicidas pasaron a ser “tecnociencia” para controlarlas, sistema después enseñado en las universidades con gran empeño.
En las áreas tropicales también se comenzó a usar la mezcla de 2,4-D y 2,4,5-T para la destrucción de bosques y florestas, permitiendo el avance de la frontera agrícola sobre esas zonas.
En pocas décadas, la línea de herbicidas surgida con posterioridad al nuevo ordenamiento internacional acordado en la Ronda Uruguay del antiguo GATT –actual OMC– pasó a ser el mayor insumo utilizado en la agricultura en función de su capacidad para sustituir mano de obra. La fascinación de profesionales y estudiantes por esta metodología se explica por el poder que confiere controlar el nacimiento, crecimiento y multiplicación de las plantas. Su utilización exige una versatilidad de conocimientos.
Algunos profesores de herbicidas en América Latina –de mala formación académica e intelectual– dicen en público que el 2,4-D y el 2,4,5-T son hormonas naturales de las plantas, y que por eso serían inocuos o seguros desde el punto de vista toxicológico, lo que constituye un disparate absoluto. Antes bien, uno de los secretos industriales sobre los herbicidas fenoxiacéticos es que durante su síntesis forman impurezas químicas de altísimo poder tóxico. Esto fue descubierto en Filipinas, Malasia, Singapur, Rodesia Oriental (actual Zambia) y Rodesia Occidental (actual Zimbawe), durante y poco después de la Segunda Guerra Mundial, cuando estos países fueron escenario de guerras de liberación nacional.
Aunque estas impurezas aún no tuviesen nombre, eran conocidas como sustancias X. En prevención de desastres industriales, en Europa se procuró establecer controles sobre ellas, atendiendo severamente a la temperatura y la presión de los procesos de síntesis.
Desde el punto de vista militar, los controles sobre estas impurezas también fueron incrementados. Durante la guerra de Vietnam estas armas fueron empleadas como agentes coloridos para el control de la vegetación (plantaciones de arroz, selvas, manglares, vegetación de alta montaña, de serranías y bosques pluviales). En cada una de estas vegetaciones era necesario aplicar una formulación de los mencionados herbicidas, con el agregado de un nuevo producto denominado Picloram, cuyo nombre comercial era “Tordon”.
Para facilitar la identificación, sus embalajes fueron coloreados:
White Agent –
Agente Blanco, 2,4-D y Picloram (destrucción de arrozales);
Purple Agent –
Agente Púrpura, Picloram (destrucción de serranías);
Blue Agent –
Agente Azul, Picloram y 2,4,5-T (destrucción de bosques de montaña);
Green Agent –
Agente Verde, 2,4,5-T en gas-oil (destrucción de manglares);
Orange Agent –
Agente Naranja, 2,4-D y 2,4,5-T (destrucción de bosques pluviales).
La operación militar de aplicación de estos desfoliantes recibió el nombre de Ranch Hand. El producto más utilizado fue el agente naranja, y el más contaminador fue el agente verde, que contenía hasta 63 ppm. de TCDD Doxinas.
Desde 1962 hasta el fin de la guerra de Vietnam se emplearon más de 62 millones de galones (240 millones de litros) con la finalidad de destruir la cobertura vegetal que impedía a los sensores electrónicos enterrados a lo largo de la carretera Ho Chi Min trasmitir datos que permitieran ubicar los escondites de los vietcongs.
Tras la derrota de Estados Unidos y el fin de la guerra sobraron 30 millones de litros de estos productos, que fueron vendidos a Brasil, Bolivia, Colombia y Venezuela para su distribución comercial entre los ganaderos, quienes, a su vez, los utilizaron en la deforestación. El empleo de estas sustancias en la Amazonia trajo un problema mayor, ya que sobre la selva desecada se provocaban enormes “quemas”, generando la formación de grandes cantidades de dioxinas y furanos.
Las empresas dejaron de fabricar estos productos luego del desastre ambiental de julio de 1976 en Seveso, Italia, donde se produjeron fugas de Triclorofenol y Hexaclorofeno. En los años 80, el 2,4,5-T fue definitivamente quitado del mercado por presentar mayor potencial de formación de dioxinas que el 2,4-D. Este último en cambio, sigue siendo utilizado, y de manera creciente, pues el nuevo orden de la OMC impide que las leyes nacionales controlen el libre comercio internacional de herbicidas. Las fábricas de 2,4-D fueron transferidas de Estados Unidos y Europa hacia los países en desarrollo. En la actualidad, los grandes fabricantes se encuentran en China, Taiwán, México, Brasil, Argentina e Indonesia, donde la calidad de estos productos es inferior a los similares que antes se fabricaban en el Norte.
En los países donde se continúan utilizando se observan impactos toxicológicos en aumento sobre los agricultores y agricultoras. Es particularmente grave la situación en los arrozales, sobre los cuales el veneno es descargado desde aviones. Las pequeñas gotitas que caen desde el aire son llevadas por los vientos hasta a 100 kilómetros de distancia; como la sustancia es hormonal, impacta en cultivos frutícolas, hortícolas y todo tipo de plantaciones. Desde el punto de vista toxicológico, las formulaciones actuales son mucho más peligrosas que las anteriores, por su nivel de contaminación de síntesis y por su forma de aplicación: una pequeña gota, bajo la acción del calor y los rayos ultravioletas, incrementa sus dosis de impurezas, lo que aumenta exponencialmente su toxicidad al transformarse en 2,4-Diclorophenol (2,4-DP), de mayor impacto tóxico por su carácter lipofílico.
Los trabajadores de las arroceras padecen, por ejemplo, de diabetes transitoria, ataques a hígado y riñones, desequilibrio hormonal, fiebres intermitentes, abortos, hipertensión y, principalmente, cáncer de todo tipo.
Investigaciones sobre el uso de desfoliantes en Tucuruí, en la Amazonia, demostraron que las personas de etnia africana tienen mayor sensibilidad a estos productos, con compromiso de los riñones (orinan color coca cola). Nuestro libro “Tucuruí: el agente naranja en una república de bananas” incluye una cronología detallada de los impactos toxicológicos de estos herbicidas desde la época de la guerra de Vietnam, pasando por la represa hidroeléctrica de Tucuruí hasta la sentencia de la Suprema Corte de Justicia de Estados Unidos. El máximo tribunal del país norteamericano condenó a las empresas que producían estos herbicidas para las fuerzas armadas, pues muchos soldados que habían pasado por Vietnam morían de cáncer, al tiempo que sus hijos y nietos nacen, aun 40 años después del fin de la guerra, con enfermedades cancerígenas y malformaciones producidas por la contaminación por este tipo de herbicidas. Todavía hoy, los índices de cáncer en Vietnam no tienen relación alguna con los de otras regiones del planeta, y seguirán siendo absurdamente elevados durante por lo menos 60 años más, el lapso que podrían llegar a durar las dioxinas estadounidenses en suelo de este país asiático.