Babel
Javier Hernández Alpízar/ Zapateando
Pocas veces se ha elaborado una ideología tan bajo pedido, tan a modo y tan radicalmente hecha para defender el status quo e impedir su impugnación. Así se elaboró el positivismo, expresamente para sepultar el lema: “libertad, igualdad, fraternidad” de la revolución francesa y cambiarlo por el “orden y progreso” conservador que condena de antemano todo intento revolucionario, porque debe prevalecer el orden (burgués) para que pueda haber progreso (burgués). Ese lema sería en México llevado al cursi extremo de “amor, orden y progreso”.
Como han mostrado, a partir de Marx (y Hegel), diversos autores (Marcuse en Razón y revolución o Porfirio Miranda en Apelo a la Razón), el positivismo está diseñado para impedir argumentos racionales que cuestionen el orden existente: si solamente podemos hablar de lo que dicen los sentidos (empirismo), si no puede haber categorías racionales universales (nominalismo), entonces la totalidad concreta de la realidad histórica queda intocada, impensada, incuestionada. Nos queda el remedo de totalidad del inductivismo y las estadísticas.
Podemos quejarnos de algunos detalles (la corrupción, el capitalismo de compadres) pero no podemos cuestionar, ni siquiera pensar, el orden capitalista hegemónico.
El positivismo es una doctrina dogmática, y a pesar de tener una retórica furibundamente anti metafísica, supone una de las peores metafísicas: la empirista y nominalista, datos de los sentidos que no pueden hacer el verano de una idea de mundo. Además, aunque todo el tiempo dice hablar en nombre de la ciencia, tiene hecha de ella una caricatura y en nombre de la caricatura escamotea la ciencia realmente existente. Porque la ciencia no solamente es empirismo y matemáticas, sino razón y argumentos racionales, teoría, debate, como la crítica de la economía política y la dialéctica de la totalidad concreta.
Al impedir la crítica al sistema capitalista entero, bajo el subterfugio de que lo términos de carácter moral y político como “justicia” o dignidad” no significan nada porque no tienen correlato empírico, el positivismo se convierte en la herramienta teórica del (neo)liberalismo.
El liberalismo es atomista: existen solamente individuos, no colectivos, no comunidades, por lo tanto, el orden político debe ser administrado con individuos como sujetos, no comunidades. Así como socialmente el capital destruye el tejido social comunitario y obliga a los individuos alienados, desarraigados, a relacionarse solamente mediante el dinero: en lo electoral, el voto individual, pero con todo el sistema electoral y de partidos sujeto a las leyes del dinero y del liberalismo.
Como no existen sujetos colectivos, solamente las estructuras que el capitalismo ha construido para dominar son el mundo de lo posible: el Estado, el mercado, sus formas hegemonía y control, por ejemplo: los medios de masas.
A decir verdad, en este esquema ontológico y epistémico, no puede haber cambios radicales, desde la raíz, todo lo más que puede hacerse es podar y reverdecer las ramas: reformar un poco el orden existente incuestionado, por ejemplo: proponerse menos corrupción, pero sin tocar los intereses del capital, como si el fraude y la corrupción no fueran la “floración habitual” del capitalismo. (Marx)
Esos cambios menores, los únicos posibles, los únicos realistas, los únicos “responsables”, pueden darse en el marco institucional, el electoral, con alianzas que vinculen a empresarios y políticos del status quo recién conversos al reformismo progre.
Cuando aparece una propuesta que se construye desde comunidades, colectivos, organizaciones de abajo, por ser “una minoría”, “grupos muy pequeños”, sin dinero, sin líderes extraídos de la clase política realmente existente, sin alianzas con empresarios progres, con apoyo solamente de gente que “no cuenta”; jipis, “chairos”, mujeres, indígenas, despistados que no se suman al carro completo del tren del éxito electoral, es algo risible, destinado al fracaso. Lo es porque no tiene asidero en el “principio de realidad”, es decir, el status quo.
Como el orden de lo real es una sustancia en el fondo inmodificable, solamente queda apostar a las fuerzas ya dadas (la única izquierda realmente existente, el único líder realmente existente, los empresarios y el dinero progres), hacer alianzas sensatas y pedir que regrese el keynesianismo, que dará a las clases medias de nuevo su estatus: los demás, no son asunto nuestro, son los deciles perdidos de hasta abajo, la pobreza que no alcanza a ser demanda profesional, la desnuda necesidad sin recursos.
Apostar a algo con esos de abajo es perder el tiempo (son tan poquitos y no dejarán de serlo nunca): Ah, pero si gana el sector progre… será generoso con su asistencialismo…
Ese positivismo resuena cada vez que los críticos del CNI y el EZLN desprecian su apuesta a la autoorganización desde abajo. Aunque se revista de una retórica marxista, posmoderna, neokeynesiana, en realidad es el positivismo: empirismo + liberalismo. Estadísticas, encuestas, datos duros, cuidadosamente seleccionados para mostrar que “no hay más ruta que la nuestra”…
Por suerte, las y los indígenas del CNI y sus aliadas y aliados no consultan a estos expertos. No se ponen a trabajar duro en las encuestas o en el impacto mediático: se proponen lo que es una locura, desde el punto de vista del positivismo: buscar en lo real las tendencias reprimidas y negadas para negar la negación. Su negatividad apuesta a ser lo suficiente corrosiva para deshacer todo positivismo, bajo cualquier máscara que se presente.
Por eso no necesitan aliarse con los opresores, sino construir poder y autogobierno, autoorganización desde abajo. La razón tiene sus razones que el positivismo no entiende.