Luchar hasta el último suspiro

Por Tlachinollan

¡Hijo, lo que más me duele es no saber de ti!. Susurró doña Mine antes de morir. Recostada sobre un colchón en el piso de cemento. Con la puerta abierta aguardaba la esperanza de que su hijo pudiera llegar en cualquier momento o que le comunicaran que había encontrado a los 43 estudiantes.

Minerva Bello, madre de Everardo Rodríguez Bello, estudiante de Ayotzinapa desaparecido desde el 26 de septiembre de 2014 -junto con las demás 42 madres y padres de los normalistas desaparecidos- se volcó a las calles para buscarlos y dio esta gran batalla hasta que el cáncer le arrebató la vida.

Delgada y de tez morena, doña Mine era originaria de Omeapa, municipio de Tixtla, Guerrero, lugar donde la mayoría vive del campo y hablan el náhuatl. Estudió en la primaria “Nezahualcóyotl” en la comunidad de Omeapa y la secundaria “Beatriz Hernández García” en Tixtla -recuerda su padre don Eufracio Bello López-. Ahí sólo estudió un año, junto con su hermana “pero ya no quisieron seguir, pues decidieron irse a trabajar a la Ciudad de México”.

“Mi hija siempre fue muy tranquila, no fue pleitista, era alegre y le gustaba bailar. Desde joven perteneció a la danza de las pastoras. Recuerdo la primera vez que la llevé a una fiesta en Apango, había cumplido los 18 años de edad. Fue un 4 de octubre, el día de San Francisco de Asís, ahí requeté bailó con su amiga. Era algo que desde niña disfrutó”, refiere don Eufracio con nostalgia.

En la Ciudad de México doña Minerva conoció a su esposo, el señor Francisco Rodríguez. Meses después ambas familias se reunieron en Atliaca y ahí se acordó el matrimonio. Doña Minerva se dedicó a su hogar y a las labores del campo. Bajo los rayos del sol, ayudaba a su papá a dar tierra a la milpa, siendo esta su fuente de vida.

Lamentablemente en su matrimonio vivió tempestades de aquellas que permean en el seno familiar. En una ocasión su hermana Sofía Bello Guerrero, le dijo: “hermana te estás dejando morir”. Doña Minerva apretó las grietas carnosas e hinchadas de sus labios, frunció sus cejas como trazando líneas, dibujos y geometría que con un suspiro agudo, dejaba arrastrarse en el mar de los conflictos cotidianos. Así dejó caer las lágrimas que inundaron su penumbra, evidenciando el dolor por el que atravesaba. A ello le sumó la enfermedad que combatió y a la que también decidió hacerle frente.

Luego de los hechos ocurridos en Iguala el 26 y 27 de septiembre de 2014, la vida de doña Mine y su familia se sacudió por completo. Ella fue una de las primeras en salir a las calles para emprender la lucha por la vida, verdad y justicia. A pesar de estar enferma, participó activamente e iba en primera fila para buscar a su hijo Everardo y a sus 42 compañeros.

Doña Minerva, una mujer joven, cuya vida se forjó en el campo, jamás imaginó que formaría parte de un movimiento que desnudaría las estructuras de un poder atado a intereses macro delincuenciales que sacrifica la vida de los pobres. Su indignación por tanta mentira, hizo que las madres desbarataran la verdad histórica y se erigieran como el emblema de la dignidad. Su grito amoroso inundó las avenidas con el “vivos se los llevaron, vivos los queremos”.

Si bien don Francisco estaba muchas veces fuera de casa, la desaparición de su hijo, propició la reunificación familiar. Doña Mine involucró al padre de Everardo en su búsqueda y él asumió la lucha como prioridad. Abandonó su trabajo y el gusto por el jaripeo y junto con su esposa se involucró totalmente en la búsqueda de los 43 estudiantes. Se abocó y hoy asume la causa con la misma intensidad de doña Mine.

Doña Minerva Bello y las familias de los 43, nos develaron y siguen mostrando una realidad que se trataba de ocultar: la desaparición y la desaparición forzada, como una constante y que en su mayoría quedan impunes. Las fosas de los restos humanos, fueron las huellas del dolor que surcan la podredumbre de un sistema de gobierno coludido con las bandas delincuenciales.

En este peregrinar por la justicia los dolores insoportables de doña Minerva no impidieron que continuara a lado de las madres y padres para recorrer el país en busca de verdad. El cáncer que le diagnosticaron -a pesar de ser una daga que le abrió el corazón- este suplicio no se comparaba con el intenso sufrimiento de no saber nada de su hijo Everardo.

Ella siempre lo recordaba como un hijo tranquilo y trabajador, le daba gusto compartir la anécdota de que cuando Everardo iba a trabajar como peón en la albañilería, le entregaba su ganancia para apoyarla con los gastos del hogar.

Su abuelo también lo recuerda con nostalgia y amor, pues era el único de sus nietos que lo ayudaba y acompañaba al campo.“Es muy trabajador; me ayudaba a acarrear leña, a cortar la hoja de milpa, a piscar o a sembrar milpa en el campo. Cuando íbamos a trabajar él se hacía de comer solito; le encantaba la salsa de puro chile verde”, recuerda don Eufracio.

“Everardo iba a cazar las palomas con una resortera en las tardes, las espiaba hasta que bajaban a tomar agua, en un lugar que se llama Zapoteuqui. Ahí se junta el agua donde bajaban las palomas. Eran para comer. También íbamos a las cuevas; nos metíamos en la más chica y nos dábamos cuenta de las ofrendas que hace la gente al cerro dentro de las cuevas. A Everardo le gustaba jugar fútbol. También tocaba con la banda San Juan de la familia en Omeapa. Aprendió a tocar la tarola, la tambora, el saxor y estaba aprendiendo a tocar la guitarra. Se juntaba con su amigo Fidencio para ir a tocar a donde los invitaran. Antes de irse a Ayotzinapa, me dijo que le iba a echar ganas al estudio para ayudar a mis padres”, relata Luis Gustavo Rodríguez Bello, hermano menor del joven desaparecido.

Everardo estudió en la Escuela Primaria “Nezahualcóyotl”, en Omeapa, en la secundaria “Vicente Guerrero” y en el CONALEP en Tixtla, Guerrero. Dejó de estudiar un año para irse a trabajar con su papá en la construcción a la comunidad de La Esperanza. Hasta 2014, logró entrar a la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa.

“La noticia de que su hijo había desaparecido la dejó más vulnerable y su salud empeoró. Aveces no comía, se preocupaba por su hijo, decaía y no se podía levantar de la cama, pero cuando volvía a tener fuerzas se iba nuevamente a las marchas. Decía que no podía quedarse con las manos cruzadas, sobre todo cuando las autoridades no estaban haciendo su trabajo ni daban con el paradero de los estudiantes”, recuerda Sofía Bello, hermana de doña Mine.

Han pasado más de tres años y medio de la desaparición forzada de los estudiantes. Ninguna respuesta de las autoridades federales ha sido contundente. ¿Qué se esconde detrás de la sinrazón del Gobierno Federal? ¿Cuál es la necedad de imponer una verdad histórica que a todas luces es falaz? Ayotzinapa y su impunidad son el sello de este sexenio que deja claro su desinterés por las víctimas y su interés por encubrir a las autoridades responsables de este crimen atroz.

Ninguna de las 43 familias habría imaginado que llegarían a los 43 meses, sin dar tregua para saber dónde están sus hijos. En todo este tiempo el gobierno se ha empeñado en hacer más cruento su sufrimiento en destruir su esperanza y derrotarlos con todo el aparato gubernamental que protege a los perpetradores. Por eso, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CorIDH) a través del Mecanismo Especial de Seguimiento es la luz que ilumina su camino para acceder a la verdad y alcanzar la justicia.

Después de muchos viajes a Acapulco al Instituto de Cancerología, doña Minerva optó por permanecer en su casa de adobe, abrigando la esperanza de que su hijo Everardo pudiera llegar a consolarla. En sus últimos días ya no comía, se le dificultaba platicar y tenía pocas fuerzas sin embargo, sus ojos de mirada muy profunda, expresaban su angustia y esperanza. Sus palabras eran muy claras cuando volvía a preguntar sobre su hijo Everardo y su mejor alimento era alguna noticia relacionada con los avances de la investigación.

Rodeada de su esposo, hijas/os y sus nietas, doña Minerva dejó de mirar el patio de su casa por donde llegaban sus hijos, el 4 de febrero de 2018. Partió con los recuerdos del ritmo melodioso de las cuerdas sonoras de su hijo que crispan en las aguas inmóviles y que brotan del hoyo negro de la vida, donde ahora sigue la búsqueda con algún zumbido y aleteo de mariposa.

En medio de su figura frágil doña Mine nos transmitió su gran fortaleza, compromiso y el vigor para seguir luchando. Doña Mine miró más allá de su propio dolor y de su propia muerte, buscaba prolongar su existencia con el único fin de saber el paradero de su hijo Everardo y de sus entrañables compañeros, esa llama de vida la mantuvo con la idea firme de que Everardo llegaría.

Como defensoras y defensores historias como la de doña Minerva han quedado como una huella indeleble en nuestros corazones, porque su testimonio fue un ejemplo vivo de lo que significa amar a un hijo y estar dispuesta a luchar hasta el último suspiro.

Publicado originalmente en: http://www.tlachinollan.org/luchar-hasta-el-ultimo-suspiro/

Comentarios cerrados.