(Cuento leído durante la clausura del CompARTE POR LA VIDA Y LA LIBERTAD 2018 en el Caracol de Morelia, Torbellino de nuestras palabras, montañas del sureste mexicano.)
LA ÚLTIMA MANTECADA
EN LAS MONTAÑAS DEL SURESTE MEXICANO.
Tal vez fue por una serie de sucesos aleatorios, sin liga aparente entre ellos, que la tragedia se gestó.
O quizás fue una simple coincidencia, una suerte de azar infortunado. Como si el destino se diera en alimentar los rumores sobre su existencia, arrojando las piezas de un rompecabezas sobre, claro, las cabezas rotas de humanos y máquinas.
O acaso la Tormenta (ésa que el zapatismo insiste en señalar y que, como en todo lo que dice, nadie más repara), había incurrido en un “spoiler”, un pequeño adelanto de lo que se avecinaba. Como si, en el software incoherente con el que parece funcionar la realidad, se hubiera colado un aviso urgente, un “warning” inadvertido, una señal que sólo podría ser detectada e interpretada por los más avezados vigías que, en los rincones del mundo, se empeñan en otear horizontes que, de tan lejanos, ni siquiera aparecen como variable en las frenéticas estadísticas del sistema mundial. Después de todo, las estadísticas sirven para señalar tendencias que borran dramas cotidianos. ¿Qué es, después de todo, el asesinato de una mujer? Una de numeral. Una más es una menos. Las estadísticas dirán que se necesitan varios, muchos de esos asesinatos “de género” para incidir apenas en una tendencia: la del desbocado cabalgar del sistema hacia el abismo, derrapando sobre sangre, lodo, escombros, mierda, destrucción. ¿En el horizonte? La guerra. ¿En el sendero andado? La guerra. Porque en el sistema capitalista la guerra es el origen, el camino y el destino.
En fin, tal vez desvarío. Porque éste es un cuento y hay que cuidar que no se cuelen en él reflexiones tendenciosas, malas ideas, malsanos pensamientos, cavilaciones ociosas, provocaciones.
Quienes padecieron alguna vez el ver una película con el finado SupMarcos, cuentan que era insoportable. Bueno, no sólo era insoportable en eso, pero estoy hablando de ver películas. Bastaba que en el filme apareciera un arma de fuego para que el difunto pusiera “pausa” y se diera una larga y ociosa exposición sobre rasancia, energía, alcance, poder de fuego, y las breves o largas parábolas que un proyectil trazaba en su ruta hacia “el objetivo”. Poco importaba que, en ese momento pausado, la trama se fuera a resolver, o que quienes veían el filme se angustiaran sin saber si el héroe (o la heroína, no olvidar la equidad de género) se salvaba o no. No, ahí estaba el inútil derroche de erudición: “ésa es una carabina M-16, calibre 5,56 mm NATO, nombrado así para diferenciar las municiones fabricadas por los países de la Organización del Atlántico Norte, de las del Pacto de Varsovia, y etcétera, etcétera”. Claro, la compañía cinéfila no sabía qué hacer: si demostraba interés, el finado podría extenderse; si, en cambio, mostraba indiferencia, el difunto podría interpretar que no había sido claro y se explayaría más, llegando, claro, a la guerra fría. Y entonces el SupMarcos se sentía obligado a explicar que el término “guerra fría” era un oxímoron, una argucia del sistema para obviar la muerte y la destrucción que habían marcado esa época. Seguía entonces con lo de “cuarta guerra mundial”, y así hasta que las palomitas se enfriaban o se habían convertido en un amasijo de maíz palomero con salsa “Valentina”.
Bueno, ya me estoy poniendo igual. El asunto era que, si el SupMarcos asistía a la función, había que ver las películas o las series dos veces: una para padecer las interrupciones, la otra para entender la trama. Por esto digo que un cuento es un cuento y no una plática política. Aunque Defensa Zapatista use lo de “plática política” para ocultar las muestras de “violencia de género” que, en forma de zapes, le aplica al estoico Pedrito, el niño que, sin saberlo ni pretenderlo, asume el papel de némesis de la niña y su indefinible gato-perro.
¿En qué estaba? Ah, sí, en los por qué de lo que les narraré más adelante.
El asunto es que, esa madrugada, confirmé lo que me temía: se habían acabado las mantecadas. Todas. Incluso la reserva estratégica (destinada a hacer frente al previsible apocalipsis zombie, a una invasión extraterrestre, o a la caída de un meteorito), estaba en ceros.
¿Qué fue lo que pasó? Pues, como en las tragedias griegas y en los corridos mexicanos, no pasa nada hasta que pasa.
La Doña Juanita, atrincherada en la cocina del CIDECI, en San Cristóbal de Las Casas, Chiapas, México, se había declarado en huelga: nada de tamales, nada de cuche (cerdo, en Chiapas), nada de tacos y garnachas, nada de batidillos ricos en carbohidratos, grasas y colesteroles. Y, oh desgracia, nada de mantecadas. Que ahora pura comida sana, o sea verduras, verduras y más verduras. Que nada de que nada. Que resistencia y rebeldía. Que muera la comida chatarra y el fast food.
Cuando me enteré, mandé un enlace para convencer a Doña Juanita de que hiciera una excepción; que la entendía, pero que había yo leído en un libro que las mantecadas eran muy nutritivas; que si ella hacía mantecadas, todo iba a quedar “entre nous”, que no se iba a publicar. El enlace regresó desconsolado: ni siquiera pudo hablar con Doña Juanita, quien estaba fortificada, junto con sus compas de la cocina, cantando el “no, no, nos moverán, y el que no crea que haga la prueba, no nos moverán”. Le pregunté al enlace que qué había hecho él. Dijo que se puso a cantar, que se oía bien bonito el coro y agarró una guitarra y acompañó el himno.
Yo no me dejé derrotar por cuestiones que adjudiqué al rubro “de género”. Después de todo, Doña Juanita es mujer y hay cosas que las mujeres no entienden.
Recurrí entonces al arma ultra secreta del ezetalene: el compa Jacinto Canek.
Muy lejos de estas montañas, pero enclavado en otras, el compa Jacinto Canek le sabe a la cocina. Hace maravillas con apenas unas cuantas ollas y sartenes. Pero tiene un don especial para el pan. Se rumora que hay gente que viaja desde los más diversos rincones del mundo para probar sus panes. Como una muestra de la “otra globalización”, su repostería ha deleitado el paladar de 5 continentes.
“El secreto está en que hay que echarle muchos huevos”, me confesó un día el compa Jacinto Canek mientras esperábamos, yo impaciente, que salieran las mantecadas del horno. Aunque él se refería a los panes, yo dije casi como reflejo: “como a todo, Don Jacinto, como a todo”.
Por una cuestión de solidaridad de género, confiaba yo en que el compa Jacinto Canek haría honor a su nombre de lucha y aportaría una salida a la grave crisis que se avizoraba.
Una misión de tal trascendencia requería una postura drástica. Con el fin de acallar las críticas que ya adivinaba de las feministas, le encargué a la insurgenta Erika que fuera hasta las tierras donde Jacinto Canek defendía a capa y espada sus secretos culinarios.
Le dije a la Erika que tenía ella una misión muy importante. Que debía ir donde Jacinto Canek y debería relatarle una leyenda: los más primeros dioses, los que nacieron el mundo, crearon las mantecadas para que los humanos se dieran una idea de lo que era el paraíso. Pero luego llegó el pinche sistema capitalista con sus Bimbo-Marinela, la Tía Rosa, Wonder y etcétera, y corrompieron el sagrado manjar de los dioses.
Que quienes hacían pan artesanal eran los custodios de la memoria, los que resguardaban el santo grial que permitía la comunicación entre humanos y dioses.
Por supuesto que la insurgenta Erika me preguntó qué cosa era “santo grial”. Le dije que era algo muy importante, sagrado, que de eso dependía el destino de la humanidad.
La Erika se burló diciendo “Nah, qué va a ser, seguro lo inventaste, Sup, nomás porque quieres mantecadas”.
Yo puse cara de “me ofendes”, y la despaché con las amonestaciones de rigor.
Después de jornadas que imagino agotadoras, la insurgenta Erika regresó con una gran bolsa de pan. No pude evitarlo: aplaudí. Y debo confesar que mis hermosos ojos se humedecieron agradecidos.
Sin responder al saludo de la Erika, le arrebaté la bolsa y vacié su contenido en la mesa. Nada. Había conchas, trenzas, orejas, moños, polvorones, bolillos, teleras, chilindrinas, marquesotes, pan de elote, empanadas, hojaldras (sin agraviar a quienes leen), cemitas, donas, y hasta el mal llamado “pan de amor”. Pero ni una mantecada, ni una sola.
El horror.
Me derrumbé sobre la silla, con un sabor amargo llenándome la vida.
Entonces la insurgenta Erika sacó de su morraleta otra bolsa, más pequeña. Envuelta con plásticos y papeles, apareció ¡una mantecada!
“Que sólo alcanzó a hacer ésa”, me aclaró la Erika, “que ya no hizo más porque está echando baile con su mujer. Que a ver hasta cuándo”.
Se fue la insurgenta Erika.
Con extremo cuidado, como si de una valiosa pieza de fino cristal se tratara, coloqué la mantecada sobre la mesa.
Con todo eso de la Tormenta, la Hidra y el apocalipsis-todo-incluido de mi hermano bajo protesta, me puse ídem y sentencié:
“He aquí la última mantecada en las montañas del sureste mexicano”.
No sabía si comerla o hacerle un altar, un homenaje premonitorio a lo que eso significaba: el fin de una época, la inapelable sentencia del destino, el enojo de dioses desconocidos, el desdén avistado en una mirada deseada, el daño colateral de la guerra capitalista.
La miré, sí. La miré con lujuria mal disimulada. Con cuidado mis dedos apenas rozaron sus contornos azucarados, la hendidura circular que enaltecía el seno unívoco del ser unigénito, la voluptuosa figura que no sólo decía sino que gritaba: “soy una mantecada, pero no cualquier mantecada, soy la última mantecada”.
En eso estaba yo, o sea que calculando si en la tienda cooperativa tendrían conocido refresco de cola con el cual honrar la última mantecada, cuando, como si faltara ratificar la desgracia, aparecieron en la puerta…
Defensa Zapatista y el gato-perro.
Me puse de pie tan rápido como pude y, tratando de tapar con el cuerpo el obscuro objeto de mi deseo, empecé a balbucear incoherencias:
“Eh, no, no hay una mantecada sobre la mesa. No, no la estoy escondiendo. No, no hay nada detrás mío. Eh, hace mucho calor, y el zancudo está muy bravo, creo que va a llover. ¿Piensas que va a llover?”
Creo que Defensa sospechó algo, porque me dio la vuelta como si tal y vio la mantecada.
Me miró con reprobación y sentenció:
“Tienes que compartir, Sup”.
El gato-perro ladró o maulló, a saber, pero supongo que apoyando a Defensa Zapatista.
Imagino que sintiéndose convocada por la palabra “mantecada”, apareció, a saber de dónde, una niña que trataba de alcanzar la mantecada con una manita mientras con la otra sostenía un osito de peluche.
La aparté de la mesa y, siguiendo el modo del finado, le pregunté:
“¿Tú quién eres?, no te conozco”.
“Yo me llamo Esperanza y me apedillo “zapatista” y éste es un mi osito y tenemos hambre”.
Al escuchar el nombre de la niña, yo no dejé de apreciar la reiteración de las paradojas en estas tierras.
La Esperanza Zapatista se retiró después de varios intentos de lo que la nueva teoría social llamaría “acumulación por despojo de mantecadas”, una fase aún en desarrollo del capitalismo.
Defensa y el gato-perro me miraban con más de 500 años de reclamos, esperando lo imposible: que yo les compartiera la última mantecada de las montañas del sureste mexicano.
“No se puede”, me defendí con torpeza, “sólo hay una. Viera que hay dos o más pues se puede repartir, pero como sólo hay una, pues no se puede compartir, sólo es para uno”.
Subrayé el “uno” para marcar la diferencia de género: el “uno” dejaba fuera a Defensa Zapatista, a Esperanza y al gato-perro, el cual, si no sabe si es perro o gato, menos va a saber si es masculino o femenino.
Siguiendo la quinta ley de la dialéctica (nota: la primera ley de la dialéctica es “todo tiene que ver con todo”; la segunda es “una cosa es una cosa y otra cosa es no me chingues”; la tercera es “chingue su madre el universo y la materia”; la sexta es “no hay problema lo suficientemente grande como para no darle la vuelta”)…
Les decía que la quinta ley de la dialéctica señala que siempre puede llover sobre mojado, y, para confirmarla, reapareció la Esperanza Zapatista, ahora acompañada de dos niños zapatistas: uno portaba un sombrero vaquero más grande que él y se presentó con un “yo soy el Pablito”; el otro traía un sombrero modelo “Don Ramón en el Chavo del 8”, aunque también parecía un casco de estambre, y dijo que él era “Amado, el Amado Zapatista” (quise darle un zape por suplantarme).
Viéndome en desventaja numérica, analicé mis posibilidades:
Podía, por ejemplo, ponerme en el clásico “modo matanga dijo la changa”, tomar la mantecada y huir en lo que, en la teoría militar, se llama “repliegue estratégico”.
Opción desechada: el comando infantil zapatista me tenía rodeado.
Podía atropellarlos, siguiendo el modo del Fondo Monetario Internacional frente a gobiernos progres y no progres, pero corría el riesgo de tropezar y que el santo grial cayera. Eso le daría ventaja al gato-perro, cuya habilidad para tomar lo caído ya había sido demostrada en otro cuento que les narraré en otra ocasión.
Opté entonces por la demagogia en boga y, dirigiéndome al comando infantil, les solté:
“Miren, tienen que entender la coyuntura, la correlación de fuerzas no es favorable. No es tiempo para radicalismos. Es mejor una transición pausada, esperar, por ejemplo, a que haya más mantecadas y entonces sí. Pero ahora ustedes deben esperar con paciencia. Por ejemplo, si ya hay una niña que se llama “Defensa Zapatista” y otra que se llama “Esperanza Zapatista”, puede ser que haya una que se llame “Paciencia Zapatista”. Entonces, vayan a buscarla y, cuando la encuentren, le echan la plática política y entonces pues ya vemos”.
“No hay”, respondió Defensa Zapatista, y agregó con malicia: “pero hay una compañerita que se llama “Calamidad”, o sea que es “La Calamidad Zapatista”. Ahí lo veas si la traemos.”
Un estremecimiento sacudió por entero mi sensual cuerpo.
Desesperado, me di cuenta de que mis argumentos no convencían.
Imaginé entonces el cataclismo terminal: una multitud de niñas y niños zapatistas rodeando mi champa, la otrora comandancia general del ezetaelene; insultos en diferentes lenguas de origen maya; Defensa Zapatista ordenando “traigan ocote”; Esperanza sacando, a saber de dónde, un encendedor, mientras su osito, os lo juro, se transformaba en “Chuky, el muñeco diabólico”; el gato-perro ladrando y maullando; el Pedrito bailando con la promotora de educación y el Pablito cantando la del moño colorado y el Amado haciendo la segunda voz (sí, los varones siempre en otro canal); los ocotes encendidos democratizándose; las primeras llamas lamiendo las tablas y creando un cerco de fuego dentro del cerco infantil; y yo, heroico, abrazando la mantecada, dispuesto a morir antes de entregar “my tresaure” a esa masa irreverente que apenas levantaba unos palmos del suelo.
Era inútil tratar de dividirlos y llevarlos a enfrentarse entre sí: la mantecada los unía y yo no podía cederla.
Podría, es cierto, arrojarla y, aprovechando la confusión, buscar refugio. Pero dudo que se abalanzaran por la mantecada. Seguro seguirían su tradición de compartir incluso lo poco que tienen, tal y como la pandilla del finado SupMarcos hacía después de asaltar la tienda “La Nana Zapatista” en La Realidad ídem.
Pero ni hablar, era mi mantecada. Ella y yo estábamos unidos por el destino. En mis pensamientos rondaban los antiguos escritos (que yo redacté): “en el principio de los tiempos, los dioses crearon la mantecada y vieron que la mantecada era buena y entonces crearon al Sup para que de ella se regocijara y se la zampara sin compartir”. Ergo, la mantecada era de mi propiedad por mandato divino y esos enanos y enanas herejes pretendían despojarme de ella, cometiendo así el más grande pecado: desafiar la propiedad privada de la mantecada, que, como todos saben porque viene en todos los libros de historia, es el fundamento de la civilización, el orden y el progreso.
El futuro de mi mundo estaba en juego. Si yo compartía mi mantecada, la humanidad volvería a la edad de piedra, a un mundo sin internet, sin redes sociales, sin las películas y series en stream y, horror de horrores, sin helado de nuez.
Entendí entonces que en mi hermoso y bien formado cuerpo residía la última oportunidad del ser humano.
Si yo compartía la mantecada, cosas terribles podrían suceder. Por ejemplo, las mujeres podrían rebelarse. No una, ni dos. Todas. Millones de Defensas, Esperanzas y Calamidades Zapatistas surgiendo por todos los rincones del planeta.
El apocalipsis.
La destrucción total del mundo tal y como lo conocemos.
El fin de los tiempos.
La catástrofe final.
Me estremecí.
Entonces cometí un error del que no me cansaré de arrepentirme: sin que fuera necesario, solté:
“Además, es la última”.
“¡La última!”, repitió la niña con alarma y sorpresa.
Quedó pensando Defensa Zapatista. Yo sentí un escalofrío recorrer todo mi voluptuoso cuerpo. Nada hay más temible que una niña pensando.
Defensa Zapatista rompió el silencio:
“Está bueno, entonces vamos a jugar y quien gane se queda con la mantecada”.
Yo quise alegar que no tenía por qué jugar a nada apostando mi mantecada, porque era mía, mía de mí-me-conmigo, my tresaure, el producto de mi esfuerzo… (bueno, el esfuerzo había sido del compa Jacinto Canek, pero por solidaridad de género y en su representación, me tocaba a mí).
Mientras construía el alegato de mi defensa, la ídem zapatista, añadió:
“Y en honor del gato-perro aquí presente, el juego va a ser “gato”. Quien gane, gana la mantecada”.
Al escuchar eso, suspendí en la cabeza mi brillante disertación jurídico-gastronómica, y pregunté:
“¿Gato? ¿Ése que se juega con bolitas y cruces y gana el que hila una línea horizontal, vertical o diagonal?”
“Éste”, dijo la niña y trazó en su cuaderno la cruz de paralelas del “gato”, el juego de mi infancia que, al jugarlo unas veces, se adivinaba sin ganador.
“El tres en línea, también conocido como Ceros y Cruces, tres en raya (en Perú, España, Ecuador y Bolivia), juego del gato, Triqui (en Colombia), Cuadritos, Gato (en Chile y México),Triqui traka, Equis Cero, Tic-Tac-Toc (en Estados Unidos), es un juego de lápiz y papel entre dos jugadores: O y X, que marcan los espacios de un tablero de 3×3 alternadamente.”
Yo hice con rapidez mis cálculos y aventuré:
“¿Y si hay empate?”
Defensa Zapatista miró al gato-perro. El gato-perro miró a Defensa Zapatista. Esperanza miró a ambos. Pablito y Amado miraron la mantecada.
Después de unos segundos, el gato-perro ladró-maulló. La niña Defensa, dirigiéndose al animalito, preguntó:
“¿Estás seguro?”
El gato-perro resopló con aires de “no sé qué te hace dudar de mí”.
La niña me dijo entonces: “si hay empate, la mantecada queda con quien la tenía al principio”.
“O sea yo”, dije asegurándome de que no hubiera trampas jurídicas en el acuerdo.
“Sí”, dijo despreocupada Defensa Zapatista.
“Bueno”, dije yo, saboreando de antemano por partida doble: el triunfo de género y la mantecada que no era cualquier mantecada, era la última mantecada en las montañas del sureste mexicano.
“Entonces, ¿empiezas tú o yo?”, le pregunté a la niña mientras sacaba una hoja en blanco y mi plumón negro con tinta indeleble.
“Yo no voy a jugar. Reclamo juicio por combate. Elijo al gato-perro aquí presente como mi campeón. Él va a luchar en mi lugar”, respondió Cersei, perdón, Defensa Zapatista.
“De acuerdo”, dije confiado. Después de todo, eso me aliviaría de las críticas de género por haberle ganado a una niña, y el gato-perro, bueno, era un gato-perro, así que no había nada qué temer.
El animalito se trepó de un salto a la mesa de madera, apartó con un ademán despectivo el papel y, con lo que yo creí era una sonrisa burlona, sacó sus uñas y, como un relámpago, trazó sobre la superficie de la mesa el campo de batalla.
Así las cosas, saqué mi navaja de montaña y desplegué su afilada hoja con un brillo maléfico en la mirada.
En el relámpago de la hoja de metal, el universo entero pareció detenerse, como si su movimiento o inmovilidad futuros dependiera de lo que en esa vieja mesa de madera se dirimía: cara o cruz, vida o muerte, sombra o luz, mantecada o caos.
Ok, exagero, pero el gato-perro y quien esto relata intercambiamos las mismas miradas que, por siglos, intercambian los contrincantes que saben que, en un enfrentamiento, no sólo se juegan la vida, sino el mañana entero.
El gato-perro tendió la mano, bueno, la garra, como cediéndome el inicio, al menos así lo interpreté.
Con decisión, emulando a Kasparov, tracé mi bolita en el centro. Aunque yo sabía que el centro no conduce a nada, pensaba yo para mis adentros que, en este caso, un empate era una victoria, porque la mantecada permanecería con su legítimo dueño, es decir, con mi estómago.
“¡Un momento! Le falta una tirada al gato-perro”.
“Pero ya está lleno”, dije como protesta.
El gato-perro sonrió con picardía y, con sus uñas más afiladas, trazó lo no previsto: como si un mundo nuevo dibujara, agregó extensión al diagrama:
Salieron corriendo, con Defensa Zapatista levantando al aire la mantecada como si una bandera universal ondeara.
Antes de irse, Esperanza Zapatista, haciendo honor a su paradoja, se acercó y me palmeó en la espalda mientras me decía:
“No preocupas Sup. Yo luego te platico cómo sabía el pancito ése que te derrotó el gato-perro”.
Se fue también la Esperanza y, con ella, mi última ídem.
Mientras les miraba alejarse, pensé que ése es el problema con el zapatismo, créanme: si sus sueños y aspiraciones no caben en este mundo, imaginan otro nuevo… y sorprenden con sus empeños por lograrlo.
Y no sólo con el zapatismo.
En el planeta entero nacen y crecen rebeldías que se niegan a aceptar los límites de esquemas, reglas, leyes y preceptos.
Porque no son sólo dos los géneros, ni siete los colores, ni los puntos cardinales son cuatro, ni uno el mundo.
Así como Defensa Zapatista, el gato-perro y la pandilla formada por el Pedrito, el Pablito y el Amado, nosotras, nosotros, nosotroas sólo tenemos un objetivo: cuidar la Esperanza Zapatista.
Si este mundo no da para eso, pues habrá que hacer otro, uno donde quepan muchos mundos.
Con estos pensamientos, yo suspiré y le dije al espejo: “debiste haber compartido”.
-*-
Tan-tan.
Desde el caracol Torbellino de Nuestras Palabras, montañas del sureste mexicano, planeta tierra.
El SupGaleano.
Agosto del 2018,
en el 15 aniversario de los caracoles zapatistas
y las Juntas de Buen Gobierno.