En 1917, el artículo 123 constitucional generó una transformación radical de las relaciones laborales en el país: la lucha armada había logrado arrebatar a los poderes judicial y ejecutivo la impartición de la justicia laboral. Ya no sería posible que esos jueces venales legalizaran, mediante sendas sentencias, jornadas de trabajo de 16 horas bajo la premisa de que las relaciones laborales estaban regidas por el derecho civil, donde la voluntad de las partes es ley, y con el argumento de que el operario había aceptado libremente esas condiciones de trabajo.
El constituyente originario plasmó en la fracción XX del 123 que «las diferencias o los conflictos entre el capital y el trabajo se sujetarán a la decisión de una Junta de Conciliación y Arbitraje, formada por igual número de representantes de los obreros y de los patronos, y uno del gobierno»; así, junto con el artículo 27, se integró una nueva rama del derecho, el derecho social, cuya característica principal es que reconoce la existencia de clases sociales antagónicas condicionadas por un determinado tipo de relaciones sociales de producción y basadas en la propiedad privada de los medios de producción, lo que en el capitalismo implica, necesariamente, la explotación de la fuerza humana de trabajo.
El contexto histórico social en el que surgió el artículo 123 constitucional, no pudo ser más dramático: estuvo precedido por las Leyes de Reforma (Ley de Desamortización de Tierras de Manos Muertas de 1856, Ley de Nacionalización de los Bienes del Clero de 1859 y Ley de Colonización y Deslindamiento de Terrenos Baldíos de 1883), que dieron como resultado, por un lado, el despojo legalizado de las tierras de los pueblos originales del territorio mexicano y, por otro, el surgimiento de los latifundios laicos y las haciendas porfirianas. Estas concentraciones de tierras pronto se convirtieron en verdaderos centros de exterminio de trabajadores, que en condición de esclavos –llamados eufemísticamente peones acasillados– padecían la más brutal explotación, tanto en las tierras de labor como en las minas y, desde que surgió la industria, también en las fábricas. Éstas son algunas de las causas profundas que dieron origen a la Revolución Mexicana de 1910 y, con ello, se constituyeron en las fuentes reales del derecho social, pero sobre todo configuraron al derecho laboral en México como un derecho de clase, protector y tutelar del más débil.
En México, como en cualquier parte del mundo, las leyes son un reflejo en la superestructura de un modo de producción determinado, que expresan el estado de la correlación de fuerzas entre las clases sociales en la base o estructura económica. En 1917 esa correlación fue favorable a los trabajadores del campo y de la ciudad de manera que, por primera vez en la historia, éstos pudieron incidir en la legislación suprema del país a través de la fracción de diputados constituyentes, llamados Jacobinos; prácticamente tres lustros después, en 1931, todavía bajo el influjo de la doctrina del nacionalismo revolucionario, surgió la Ley Federal del Trabajo (LFT) como instrumento de defensa de la clase trabajadora ante los dueños del capital.
En 1929 el naciente Partido Nacional Revolucionario (PNR) –que en 1938 se renombraría como el Partido de la Revolución Mexicana (PRM) y luego, en 1946, daría paso al Partido Revolucionario Institucional (PRI)– adoptó la filosofía del nacionalismo revolucionario, una mezcla de liberalismo, con tintes socialistas, o socializantes si se prefiere, que consistió en llevar a la práctica los postulados constitucionales de los artículos 27 y 123, que por primera vez en la historia reconocían las garantías sociales de los trabajadores del campo y de la ciudad. Con esta perspectiva, el Estado era creador del Derecho Social y tutelaba de los derechos de los trabajadores por lo que estableció un modelo de distribución de la riqueza sui generis, basado en un salario mínimo remunerador (históricamente incumplido) y creó un sistema de seguridad social con un modelo solidario de justicia distributiva.
José López Portillo en su último informe presidencial anunció que el suyo sería el último gobierno de la Revolución Mexicana, y así fue, su sucesor Miguel de la Madrid abandonó el nacionalismo revolucionario y abrazó con ardor el neoliberalismo (surgido del Consenso de Washington en 1982). Fue entonces cuando más claramente inició el embate de los dueños del dinero en contra de la clase trabajadora, y desde ese momento hemos sido testigos mudos del desmantelamiento del estado de bienestar: iniciaron con las reformas a las leyes del ISSSTE e IMSS para destruir el sistema de seguridad social solidario y sustituirlo por otro de cuentas individuales, fracasado de antemano. Ahora van por lo poco que queda del derecho social.
Buena parte de la argumentación que sustenta la contrarreforma de 2012 a la LFT afirma que la ley anterior “defendía tanto al trabajador, [era] tan formalmente protectora, [que] terminaba desprotegiéndolo de facto» . Con esta concepción se pretendió justificar la idea de que amparando legalmente a la empresa y eliminando derechos adquiridos de los trabajadores, se les protege a estos últimos; sin embargo, es notorio que frente a la disyuntiva de sacrificar al patrón o al trabajador, el estado decidió, sin chistar, el sacrificio de la clase obrera: se legalizaron prácticas ilegales como la tercerización; al limitar a un año los salarios caídos, se abarató y facilitó el despido injustificado; se eliminó el concepto de derechos adquiridos y se desaparecieron los principios esenciales del derecho del trabajo. Con la aparición de nuevos tipos de contratos, la progresividad de los derechos y la estabilidad en el empleo fueron suprimidas. Si el objetivo era la protección de los trabajadores, cabe decirles a los legisladores: ¡No me ayuden, compadres!
El carácter regresivo de la reforma de 2012 se trasluce y queda de manifiesto con el anunciado reforzamiento de los poderes del empleador, toda vez que, en las relaciones sociales de producción capitalistas, injustas por naturaleza, la relación laboral se constituye como una relación de poder: los dueños del dinero ejercen dominación de clase sobre los trabajadores. Esta inequidad estuvo reconocida por la propia Constitución y a ese reconocimiento responde el hecho de que la legislación laboral diera un trato procesal desigual a los desiguales para, supuestamente, equilibrar los factores de la producción (capital y trabajo). No obstante, el deterioro de las condiciones de trabajo ha sido permanente y sistemático, al grado de que, pese a la legislación, nuestro país cuenta con los salarios más bajos del mundo. La contrarreforma laboral significa aumentar la explotación del trabajo asalariado e incrementar los poderes del patrón.
Lo que han dado en llamar «un derecho laboral flexible dentro del espectro de los derechos fundamentales en el trabajo» , es un intento de justificar la precarización del trabajo implicada en la contrarreforma laboral, ¿acaso pretenden que con el sólo hecho de bautizar una tarea como «trabajo digno o decente», mejoran las condiciones de trabajo del operario? Basta con ver a los jornaleros agrícolas del valle de San Quintín, en Baja California, para cuestionarse: ¿hay dignidad y decencia en esa forma de explotación? Ciertamente hay aspectos positivos en la legislación, pero no gracias a la modificación constitucional: desde hace muchos años el acoso y hostigamiento sexual son delitos, la constitución prohíbe la discriminación –y está tipificada como delito en el código penal– y el derecho a la capacitación ya estaba legislado antes de la contrarreforma. No hay avance alguno, todo es retroceso.
El legislativo federal reincorporó la figura del contrato a prueba –que había sido derogada en la reforma de 1980 como resultado de los abusos sistemáticos de la patronal– y formalizó el llamado contrato de formación, que ya existía de facto; en ambos casos la relación de trabajo puede terminar a juicio del patrón, sin responsabilidad para éste. La contrarreforma también incorpora la relación de trabajo por tiempo indeterminado para labores discontinuas, así como el trabajo en régimen de subcontratación (outsourcing), como instrumentos legales para tratar de evadir la responsabilidad laboral. Estas modalidades introducidas como principios generales de la LFT posibilitan el abuso patronal y se sustentan en otro concepto: flexibilización, que se introduce de forma subrepticia.
En realidad, la flexibilización consiste, desde hace muchos años, en pretender que los trabajadores sean polivalentes, es decir que un mismo trabajador realice múltiples funciones para, de esa manera, eliminar puestos de trabajo y disminuir los costos de producción. Nos dicen que se trata de una reforma patronal¸ y sin duda lo es. Nos enfrentamos a una ofensiva general resultado de la simbiosis entre los poderes económico y político: el Estado se ha definido claramente como aliado de los patrones y enemigo de los trabajadores. Demagógicamente han pretendido convencernos de que su engendro está hecho en favor de los trabajadores, sin embargo, es clara la parcialidad e intencionalidad manifiesta: se trata de continuar el desmantelamiento del estado constitucional de derecho surgido en 1917, quieren despojar a la clase trabajadora del único instrumento de defensa legal con que cuenta.
Sin embargo, la reforma de 2012 a la LFT palidece ante las modificaciones hechas en 2017 a la redacción original del artículo 123 constitucional, que han hecho retroceder cien años la historia del derecho del trabajo en México. De un plumazo, el Congreso de la Unión destruyó la esencia, el espíritu mismo, de lo que había convertido a México en un paradigma constitucional y referente obligado a nivel mundial: el derecho del trabajo como un derecho de clase.
El 24 de febrero de 2017 se publicó la nueva reforma a los artículos 107 y 123 constitucionales, en la exposición de motivos se ofrece «agilizar la solución de los conflictos laborales». Se trata de una de las llamadas reformas estructurales, que había sido comprometida en la negociación del Tratado de Asociación Transpacífico (TTP), pero además responde a las más de tres décadas de presiones ejercidas tanto por el Fondo Monetario Internacional (FMI) como por el Banco Mundial (BM), así como por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), para que, bajo la égida neoliberal, en México fuese destruido el derecho agrario, el del trabajo, y a la seguridad social.
En la nueva redacción de la fracción XX del artículo 123 constitucional se decreta la desaparición de las Juntas de Conciliación y Arbitraje (JCA) y se otorga competencia a los poderes judiciales federal y de los estados, «para resolver las diferencias o los conflictos entre trabajadores y patrones». La creación de órganos jurisdiccionales con jueces de lo laboral, en lugar de las juntas, significa un grave retroceso respecto del esquema de la justicia laboral (que todavía se imparte en forma tripartita: gobierno, patrón y trabajadores, toda vez que no se han legislado las leyes reglamentarias).
No debe perderse de vista el papel que el Poder Judicial Federal (tanto los Tribunales Colegiados de Circuito, TCC, como la Suprema Corte de Justicia de la Nación, SCJN) ha jugado en detrimento de los derechos de los trabajadores. Es público y notorio que la inmensa mayoría de los juicios laborales son resueltos, en vía de amparo directo, por los TCC y, excepcionalmente, por la SCJN en revisión de amparo; en esos juicios vemos con gran preocupación –y cada vez con mayor frecuencia– cómo el Poder Judicial Federal ha legislado, vía jurisprudencia, en contra de la propia Constitución y de la LFT. A manera de ejemplo puede estudiarse el caso de la jurisprudencia creada por la SCJN en sentido inverso a lo que señala el artículo 394 de la LFT: mientras que este artículo establece que «el contrato colectivo no podrá concertarse en condiciones menos favorables para los trabajadores que las contenidas en contratos vigentes en la empresa o establecimiento», la interpretación jurisdiccional que hace la Corte concluye que «sí se pueden pactar condiciones inferiores a las preexistentes en los contratos colectivos, siempre y cuando las nuevas condiciones no sean inferiores a los mínimos de Ley».
Sin embargo, con todo y el carácter regresivo, y pro patronal de la contrarreforma laboral, los dueños del dinero no están conformes, quieren más, ahora quieren una nueva reforma a la LFT; están dispuestos a terminar con las conquistas históricas de la clase obrera para incrementar los índices de ganancia mediante mayor explotación del trabajo asalariado, sin regulaciones legales. No se dan cuenta que en la medida que agravan las condiciones de trabajo, deterioran los niveles de bienestar humano y están creando las condiciones para un nuevo estallido social, de dimensiones y consecuencias incalculables.
Como podemos observar, han sido destruidos los pilares del derecho social. El gobierno primero decretó el fin del reparto agrario, luego destruyó el sistema solidario de la seguridad social y ahora está destruyendo el derecho laboral. Por eso es urgente abrir el debate sobre la pertinencia de organizarnos para lograr la abrogación de la contrarreforma constitucional y parar la reforma a la LFT. No tenemos derecho a ser ingenuos: si, como ha quedado evidenciado, el gobierno mexicano representa los intereses de los dueños del dinero, es decir de la clase social antagónica de los trabajadores, nada, absolutamente nada que venga del gobierno será en beneficio de los trabajadores.