Por Javier Hernández Alpízar
No tengo tiempo de cambiar mi vida. / La máquina me ha vuelto una sombra borrosa… Rodrigo González.
Mi automóvil es mi pie, mi pie. Un pie que asciende la ladera de San Benito. Otro que desciende la ladera de Santa Ana. Caetano Veloso.
A la memoria de la Dra. Ángela Giglia, q.e.p.d.
En la novela-cuento de hadas de Michael Ende: Momo, los hombres grises recomiendan a sus víctimas ahorrar tiempo, como si pudieran recuperarlo después, incluso incrementado; y luego los hombres grises se apropian de ese tiempo, lo acumulan y lo usan, robando y empobreciendo así la vida de sus víctimas.
El relato de Michael Ende da en el corazón de uno de los problemas centrales de nuestra época: el tiempo. Tema abordado por diferentes pensadores, científicos, literatos y filósofos, entre ellos: Martin Heidegger, quien nos recordó que el ser es temporal, es acontecimiento: el ser es tiempo. Y Karl Marx, quien nos mostró cómo, en el sistema capitalista, nuestro ser humanos, nuestra praxis y trabajo productor, es tiempo de vida que se objetiva, se cosifica en los productos de nuestra labor: en el valor. Por lo cual el capital puede acumular ese valor, ese tiempo de trabajo y tiempo de nuestra vida cosificado, para crecer como capital, como valor acumulado que se enriquece mientras la vida del trabajador se empobrece.
Simone Weil sugirió investigar qué herramientas pueden no oprimir al trabajador, sino mantenerlo libre y creativo. Con ese tipo de herramientas, la opresión tendría que disminuir y permitir al trabajador ser capaz de relaciones cara a cara entre personas, relaciones de justicia y amor.
Iván Illich propuso investigar los umbrales que no deberían cruzar nuestras herramientas, especialmente las más sofisticadas: los sistemas, para que no dejen de ser convivenciales, es decir para que sigan estando al servicio de los seres humanos y no los priven de su autonomía, sino que les permitan la austeridad, en una sociedad en la cual el ideal sea la amistad, como pensaban Aristóteles, Tomás de Aquino y Simone Weil.
El automóvil y en general los transportes hace mucho que rebasaron dos umbrales, el primero, en el cual un aumento en la velocidad, por la tracción animal y el uso de la rueda, aumentaron la velocidad y capacidad de carga y de desplazamiento; y un segundo umbral que prometió aumentar la velocidad todavía más, pero los ha convertido en un sistema no convivencial y contraproducente: pues ahora nos quitan más tiempo, energía, recursos, dinero, vidas humanas y vida en los ecosistemas de lo que nos permiten desplazarnos.
En una de sus reflexiones antes del diluvio, Karel Kosík dice que la ciudad contemporánea ha sido reducida a funciones. Se refiere a las funciones del urbanismo de Le Corbusier y el Congreso Internacional de Arquitectura Moderna (CIAM): la función habitar, confinada a la vivienda; otra función: el trabajo, y una tercera: la recreación y vida social, cada una de ellas separada en una zona distinta de la ciudad industrial, y como enlace entre todas ellas: la circulación, o como lo dice Karel Kosík, el transporte. El transporte se convierte en el emperador a cuyo fin se subordina todo: historia, memoria, arraigo, vidas humanas. Nadie se puede oponer al progreso o el desarrollo en forma de carretera, autopista, corredor, puerto, aeropuerto o tren.
“Los automóviles son en la ciudad, lo que las vacas en el campo”, dijo alguna vez el antropólogo y ecologista veracruzano Helio García. Porque en el campo se sacrifica ecosistemas, vidas campesinas e indígenas, agricultura, todo, a la apertura de campos de pastoreo para vacas, productoras de leche y de carne en cortes finos para los restoranes de lujo y carne de segunda para hamburguesas. En la ciudad se sacrifica todo: historia, memoria, el habitar, los ciudadanos, a las necesidades de más espacio, más recursos, más energía, más de todo para los automóviles. En el campo, las vacas contribuyen con metano a los gases de efecto invernadero, y en la ciudad, los automóviles, con dióxido y monóxido de carbono. La realidad del cambio climático, señalada antes por unos pocos enterados como Jean Robert y Jean-Pierre Dupuy, es hoy noticia diaria, incluso en la televisión, y la ponen en nuestra agenda científicos, activistas como Greta Thunberg y el movimiento Fridays For The Future, los ecosocialistas, el discurso del subcomandante Moisés en Viena, el de la vocera del CNI -CIG Marichuy y l@s concejales del CIG en su recorrido por el país e incluso la UNICEF y la ONU, entre otras organizaciones.
La producción industrial de automóviles es para los economistas un indicador de salud de la economía capitalista, tal como los depredadores son indicador de la salud de un ecosistema para los ecólogos. Con la diferencia de que los predadores contribuyen al equilibrio de los ecosistemas, pero los autos, a la destrucción de ecosistemas. En lo que podrían quizás equipararse los automóviles a los predadores es en las muertes que ocasionan. “Los transportes son una empresa pacífica que causa más muertes que la guerra.” Así lo consigna Jean Robert, basado en los informes técnicos que revisó.
Como los hombres grises de la novela Momo, los promotores de la industria automotriz hacen creer a sus víctimas que comprar y conducir un automóvil enriquecerá sus vidas, multiplicando la velocidad de sus desplazamientos y dejándoles más tiempo libre, pero hacen a sus clientes esclavos de un cronófago, un devorador de tiempo, como lo llamó Jean Robert.
Y los hacen también víctimas de un sistema que altera nuestra vivencia, nuestra percepción y experiencia de la temporalidad y la espacialidad, pervirtiendo nuestra cronotopía, nuestra ubicación en la coordenadas de tiempo y espacio en la vida diaria.
Junto con el ingeniero y filósofo Jean-Pierre Dupuy, el filósofo y urbanista Jean Robert publicó en francés en los años setenta una investigación científica sobre los transportes como sistemas no convivenciales.
Con los datos encontrados en informes técnicos sobre la velocidad a la que cotidianamente pueden desplazarse los autos en las ciudades realmente existentes, cálculos sobre el tiempo de la vida de los seres humanos que los automóviles y los transportes devoran, restando a sus usuarios tiempo de vida, espacio de la ciudad, el barrio e incluso de su vivienda, consumiendo energías fósiles, dinero, es decir, trabajo, y produciendo contaminación de la atmósfera, contaminación por ruido, enfermedades, muertes por accidentes viales y, sobre todo, alterando la manera como el ser humano percibe y hace experiencia del tiempo y del espacio.
Emmanuel Kant pensó el tiempo y espacio como dos categorías del sujeto que permiten las intuiciones, es decir las percepciones, y por ello, la experiencia y el conocimiento. Sin embargo, la manera como percibimos el tiempo y el espacio se forma en nuestra experiencia cotidiana: en caminar o ir en bicicleta, que no es lo mismo que ir en un automóvil, un tren, un avión o un barco. La escala de nuestro mundo habitado la tomamos de nuestra experiencia de recorrerlo.
El usuario de los transportes actuales pierde una relación más directa con su entorno, relación que tiene quien camina o viaja en un transporte convivencial como la bicicleta o un carro desplazado por tracción animal.
Los transportes del sofisticado y nada convivencial sistema actual modifican nuestro mundo en más de un sentido: ocupando espacio, trabajo, inversión en dinero, energía, tiempo, pero también alterando nuestra ubicación cronotópica: incluso la manera de referirnos a la distancia que nos separa de un poblado o ciudad cercanos ya no es por kilómetros, sino que decimos “está a una hora o a hora y media”, suponiendo la velocidad del transporte.
Y la desigualdad se incrementa: En las ciudades industrializadas que han construido primeros pisos o vías por encima del nivel del suelo, arriba, circulan “los capitalistas de la velocidad”, como los llama Jean Robert, y abajo, gastando tiempo, horas de sus vidas, “los proletarios de la velocidad”, en su diario movimiento pendular entre su lugar de trabajo y explotación y donde viven, o por lo menos donde llegan a dormir: separados de su casa por horas consumidas en un automóvil o un transporte urbano. Al tiempo de vida extraído en forma de plusvalor en el lugar de producción, se suma el tiempo de vida gastado en el transporte.
Como observaron de diferentes maneras Karl Marx, Simone Weil e Iván Illich, Jean-Pierre Dupuy y Jean Robert muestran cómo, lo que debió ser un medio para la vida, el transporte, se convierte en un fin en sí mismo, mediatizando e instrumentalizando al ser humano.
Es una gran aportación que Ítaca, editorial que ya ha publicado obras necesarias para entender nuestro mundo actual de autores como Karel Kosík, Franz Hinkelammert y Bolívar Echeverría, entre otros, publique ahora en castellano Los cronófagos, La era de los transportes devoradores de tiempo, de Jean Robert.
Habitamos en el tiempo, nuestra vida es tiempo, por ello todo lo que devore nuestro tiempo, robe nuestro tiempo, nos está quitando nuestra vida.
Sería muy bueno poder caminar despacio, como Momo y la tortuga Casiopea, e incluso parar el tiempo, parar el mundo, para reiniciarlo a un ritmo más lento, de convivencia humana con el ideal de la amistad y la justicia, como lo quisieron Aristóteles, Tomás de Aquino, Karl Marx, Simone Weil, Iván Illich, Michael Ende y Jean Robert.
Texto leído el 18 de septiembre de 2021 en la presentación en el espacio de Aequus, promoción y defensa de los derechos humanos, del libro de Jean Robert, Los cronófagos, La era de los transportes devoradores de tiempo, Ed. Ítaca, México, 2021.