Por Javier Hernández Alpízar
A Héctor Colío Galindo, in memoriam
Si podemos leer El príncipe, de Nicolás Maquiavelo, con sumo provecho, apenas 500 años después, podemos leer El 18 brumario de Luis Bonaparte como novedad editorial, menos de 200 años después.
Es un libro fresco, un análisis político “de coyuntura” que echa mano del periodismo, la historia y sobre todo del conocimiento que ya estaba elaborando Carlos Marx sobre el capital y sobre la lucha de clases.
Un 2 de diciembre, para hacerlo coincidir con la fecha en que Napoleón Bonaparte fue investido emperador, en uno de los capítulos de la revolución francesa del siglo XVIII, Luis Bonaparte, quien ya era presidente electo, dio un golpe de estado mediante el que se hizo dictador, luego se nombró emperador, y todo en nombre del sufragio universal y de los intereses del pueblo.
Su desempeño como tirano fue descrito por Maurice Joly en el Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu, libro cuya autoría lo llevó a la cárcel bajo la dictadura y que luego fue plagiado por antisemitas para el libelo apócrifo llamado Los protocolos de los sabios de Sión.
Es célebre la frase de Marx de que si Hegel afirmó que la historia se realiza dos veces, la primera es como tragedia y la segunda como farsa. Y es que Luis Bonaparte era, a los ojos del autor de El Capital, no una caricatura de Napoleón sino Napoleón en caricatura.
Marx se opone a otras versiones sobre el periodo que va de 1848 a 1852, de autores como Víctor Hugo y Pierre Joseph Proudhon, porque no analizan la lucha de clases y ven el golpe de estado como un hecho intempestivo, con lo cual, más que criticar a Luis Bonaparte, terminan haciéndolo aparecer como un sujeto agigantado.
Carlos Marx no está de acuerdo con conceptos como “cesarismo” para designar a los tiranos que monopolizan el poder como dictadores o emperadores, porque el contexto posterior a la revolución burguesa de 1789 es completamente diferente a la antigüedad romana. Las clases sociales, burgueses y proletarios, están bien definidas y su dinámica en la lucha de clases es muy diferente a cualquier periodo anterior de la historia europea.
En 1848 hubo en Francia una nueva revolución, el pueblo francés derrocó a la monarquía de Julio y estableció un gobierno provisional en una Asamblea Constituyente. En un principio estuvieron ahí representadas todas las clases sociales, y las tendencias más opuestas fueron la de la alta burguesía y el proletariado, que quería una república social.
Mientras la Asamblea dio a luz a una nueva Constitución, en las calles hubo estado de sitio y el ejército reprimió, mató, encarceló y desterró obreros. Las bayonetas fueron las parteras de una nueva Constitución que concedía muchos derechos, pero todos los condicionaba remitiendo sus límites a leyes que se harían después. Con esa derrota, el proletariado quedó excluido de la Asamblea, pero se unió después a cada partido que se opuso y sufrió la derrota con cada uno de ellos.
Marx vio esta nueva revolución como una repetición en clave de farsa de la de 1789 porque en la primera revolución burguesa, cada nueva vanguardia que desplazó a la anterior era más radical y profundizó los cambios para abrir la sociedad a las condiciones de un mundo capitalista, barriendo con los restos del régimen feudal. Por el contrario, en esta revolución de 1848-1852 el grupo más conservador, el partido del orden, formado por la burguesía propietaria de la tierra (monarquistas legitimistas) y la financiera e industrial (monarquistas orleanistas), fue derrotando, mediante la represión, primero al proletariado socialista, luego a la alianza entre republicanos y socialistas (la Montaña, primera aparición de la socialdemocracia) y a las demás facciones republicanas, pero también cerró el camino a la única forma de dominación burguesa, la república, que permitió la unidad de esas dos facciones burguesas, con intereses materiales incompatibles, velados bajo sus fidelidades monárquicas.
Mientras tanto, Luis Bonaparte pasó de ser un arribista que llegó con un pequeño grupo a intentar un golpe de estado fallido a ser electo presidente con el voto mayoritario del campesinado. Luego fue rivalizando con la alta burguesía. Le cobró caro a la Asamblea legislativa desaparecer el sufragio universal y, con el dinero que recibió, formó un grupo de choque reclutando a individuos del lumpenproletariado y fue cerrando filas para preparar el golpe de estado, ganando apoyo popular frente a un partido del orden que tenía cada vez más enemigos, menos simpatías, más temor a que su dictadura de clase quedara descubierta, menos capacidad para generar concordia, menos capacidad de permanecer unido, menos apoyo incluso de la burguesía y más temor de enfrentar directamente a Luis Bonaparte.
El golpe de estado se fue cocinando con declaraciones demagógicas, rumores y una masa de militares y un grupo de choque lumpen (que el caudillo declaró “disuelto”, pero no disolvió), seducidos con salchichones adobados en ajo, bebidas embriagantes, fiestas, con dinero público y dinero obtenido en rifas fraudulentas de boletos para venir a California a buscar oro.
El 18 brumario de Luis Bonaparte se convirtió, ya para la época de Antonio Gramsci, en un clásico. Su análisis dio origen al concepto de “bonapartismo”, que desarrollaron Engels, Lenin, Trotsky y usó el propio Gramsci. Cuando en la lucha de clases los distintos bandos se desgastan y llegan a un empate negativo, una situación en la que ningún grupo o partido tiene la fuerza para ejercer el dominio y la hegemonía, como el poder político tiene “horror al vacío”, dijo Néstor Kohan, un hombre providencial asume el mando despótico, dictatorial, monárquico (no importa si se llama emperador, presidente, secretario general o primer ministro) y hace prevalecer como interés general el del capital, al menos ese fue el caso de Luis Bonaparte.
Dado que siempre aprovechó el prestigio de Napoleón Bonaparte entre los campesinos, se declaró emperador como Napoleón III, impulsó megaproyectos modernizadores como el reordenamiento urbano gentrificador de París (encargado a Georges-Eugène Haussmann), abrió el canal de Suez e incluso soñó con un canal en el Istmo de Tehuantepec, pues intervino en México apoyando a Maximiliano de Habsburgo. Al final de su reinado aflojó o hizo parecer que aflojaba el rigor dictatorial.
En sus intervenciones en Europa, Luis Bonaparte favoreció la unificación de Italia, el sueño de Maquiavelo, pero en la guerra contra Prusia fue derrotado por el ejército de Bismarck y hecho prisionero. El pueblo francés se levantó e impuso la tercera república. Cumpliendo una profecía de Marx, el pueblo derribó la estatua de Napoleón Bonaparte.
El bonapartismo es un concepto que describe bien (como el de príncipe, de Maquiavelo, Gramsci, Adolfo Gilly y Rhina Roux) el gobierno de los caudillos mexicanos. Dictadores y presidentes, militares y civiles, liberales y conservadores como Iturbide, Maximiliano, Juárez, Porfirio Díaz (llegó al poder como Luis Bonaparte, apelando al derecho al sufragio), Plutarco Elías Calles (el Maximato), Lázaro Cárdenas (gobierno cuyo análisis ayudó a Trotsky a definir el bonapartismo), los presidentes.
El bonapartismo es el gobierno del poder ejecutivo sin contrapesos ni equilibrios, que subordina y trata como empleados a los integrantes del poder legislativo y del judicial, avasalla a toda la burocracia del estado mexicano y a los gobernantes de entidades federativas y municipios, tiene un ejército leal y un séquito de intelectuales que le elaboran su narrativa.
Embebidos en una política bonapartista y principesca, los mexicanos, como dice de los brasileños Paulo Freiré en Educación como práctica de la libertad, no pueden aprender en un día el ejercicio de ser ciudadanos y no seguidores o vasallos, tienen que adquirir una conciencie democrática que los haga comprender que sus gobernantes son sus servidores, sus representantes y delegados, no sus amos.
Pocos mexicanos, como los magonistas o los actuales zapatistas, pueden decir con toda verdad que no están buscando cambiar de amo sino ser libres, autogobernarse. Por ello, pueden expresar, como los zapatistas chiapanecos, que cambiar de capataz no cambia el finquero. Porque la oligarquía, como el dinosaurio de Monterroso, sigue ahí, y en periodos convulsos, echará mano de un hombre providencial para sacar adelante el interés general de la burguesía y el capital, en nombre del pueblo, el nacionalismo y la patria, pero con proyectos capitalistas que hoy en ningún rincón del planeta pueden ocultar su faz ecocida, feminicida, genocida.
Tal vez es tiempo de que vayan a tierra las efigies de todos los napoleones y de sus caricaturas. Pero como escribió Simone Weil, las condiciones subjetivas son objetivas: sin un pueblo libre que se asuma como sujeto para provocar ese derribamiento, los napoleones en caricatura tienen todavía lugar en los palacios.