Por Javier Hernández Alpízar
“Hay dos grandes modos de conocimiento para nosotros los humanos: uno que consiste en hacernos un dibujo, un diseño, una representación de la estructura de las cosas que tenemos delante, y otro que consiste en reconocer las cosas mismas.” Mariá Corbí.
La distinción hecha por el filósofo y teólogo Mariá Corbí entre representarnos las cosas y “reconocer las cosas mismas” explica de modo muy claro uno de los puntos centrales de la fenomenología: no conformarse con la representación de las cosas sino intentar acceder “a las cosas mismas”, como dice la consigna acuñada por Edmund Husserl y retomada a su manera por Martin Heidegger.
La evolución de la filosofía occidental, desde Platón hasta la actualidad, siguió el derrotero de formar una idea de la verdad como concordancia entre nuestro juicio o aseveración y los “hechos”. Sin embargo, y sobre todo después de que con René Descartes quedó definida la estructura sujeto- objeto y la verdad como certeza subjetiva, los “hechos” son representaciones.
Es exactamente como lo dice Mariá Corbí: “hacernos un dibujo, un diseño, una representación de la estructura de las cosas que tenemos delante.” Tenemos delante las cosas, los entes, y de ellos nos hacemos una representación, buscamos construir un dibujo, representación, plano, mapa o esquema de su estructura. Y luego trabajamos ya con la coherencia interna entre nuestras deducciones o afirmaciones y esa representación. La complejidad de las cosas mismas queda de lado.
Tener ese plano o representación de las cosas nos permite tener un conocimiento de cómo funcionan: hacemos modelos matemáticos, geométricos, físico-químicos, físico-biológicos, socio-antropológicos de cómo funcionan los fenómenos naturales y sociales y logramos tener cierto control y podemos manipularlos y aprovecharlos.
Como quisieron Francis Bacon y René Descartes, esta esquematización y modelización de los fenómenos nos permite establecer leyes de su funcionamiento y, obedeciéndolas, nos permite tener un provecho o utilidad: comodidades, ganancias, beneficios, valores de uso y de cambio al servicio del sistema dominante, el capitalista industrial.
Esa manera de conocer y dominar a la naturaleza nos ha dado un poder sobre ella, o mejor dicho, les ha dado a los grandes capitalistas un poder sobre la naturaleza. El ejemplo extremo es la capacidad de extraer la energía del átomo, lo mismo para destruir Hiroshima y Nagasaki que para producir energía eléctrica.
Nos preguntamos cómo funcionan los entes, los fenómenos, y hacemos de ellos un plano de su estructura y funcionamiento, luego lo usamos como un manual de operación y los intervenimos y manipulamos.
Ese conocimiento no es falso, sin embargo no es completo: deja de lado a las cosas mismas, lo que son, el ser de los entes. Dicho en términos castizos: en vez de seres, vemos y manipulamos enseres. Vemos el mundo como un almacén, reflexionó Heidegger, y hacemos el inventario de las existencias.
No hacemos una ontología, un intento de comprender el ser, el ser de los entes y el ser de los entes que somos, sino que catalogamos y prácticamente patentamos “lo que hay”, como lo llama Willard Van Orman Quine.
Sin embargo, como canta Pedro Guerra: “lo que hay no es siempre lo que ves y lo que ves no es siempre lo que es”. Lo que hay es una simplificación, el inventario de energías y recursos naturales para explotar, producir, desarrollar y lucrar.
Lo que es, las cosas mismas, los entes y sobre todo el ser de los entes, es algo diferente. Ese es otro conocimiento, “que consiste en reconocer las cosas mismas”, como expresó Mariá Corbí.
Todos los entes son, con independencia de nosotros, de nuestro yo individual o colectivo. No necesitan de nosotros para ser. Los entes no están ahí para nosotros. No fueron “creados” para nuestro servicio, uso y abuso: ahora sabemos que podría extinguirse la especie homo sapiens y podrían sobrevivir seres vivos en una era geológica post-humana. Y si no sobreviviera ningún ser vivo, podría quedar el planeta inerte, y no sería objeto ni sujeto de nada.
Heidegger no pensó que el conocimiento científico y técnico, la representación, el plano o esquema de los entes como mecanismos, como funcionamiento (funcionamiento que es ahora un todo sistémico, como señaló Karel Kosík) sean algo “malo”. Lo que ocurre es que en ese conocimiento se nos muestra metafísicamente el ser en el modo de nuestro saber técnico, pero se nos oculta el ser en todo lo que no es útil, valor de uso, o simplemente “valor”.
Martin Heidegger y Karel Kosík critican la idea de “valor”: hace de los seres objetos y bienes para nosotros, pero nos oculta las cosas mismas, el ser de los entes, y no nos permite el acceso al modo de conocimiento como respeto por las cosas mismas.
Heidegger dice incluso que quienes llaman a Dios “el valor supremo” o intentan vindicar “la objetividad de los valores” no saben lo que están haciendo, pues están rebajando las cosas a “objetos”, los seres a enseres, utensilios.
Como sugiere Mariá Corbí (El conocimiento silencioso, Las raíces de la cualidad humana), podemos silenciar nuestro yo (individual y colectivo), apagar nuestro yo, y simplemente dejar que las cosas, los entes, sean. Reconocer que son.
Entonces la luna será la luna y no un objeto o meta de conquista, y lo mismo serán una montaña, una isla o una persona, un ser humano: simplemente son, y no están ahí para nuestro servicio o nuestra utilidad.
Las consecuencias éticas, políticas, ecológicas o estéticas de esto son muchas. El mundo no es un inventario de existencias, un almacén de mercancías potenciales; reconocer a las cosas su dignidad ontológica puede devolvernos nuestra dignidad como entes con esa cualidad humana profunda de admirarnos, asombrarnos y preguntarnos por el ser.
Los seres humanos, por ejemplo, jamás pueden ser insumos, medios para algún fin. De nuevo serán (o quizá por primera vez serán) infinitamente dignos, y no sólo los seres humanos, todos los seres, los vivos y también las piedras, el agua o el aire.
Este conocimiento es posible. Tenemos, dice Mariá Corbí, la cualidad humana profunda que nos permite experimentar el mundo no como sujetos-objetos sino como seres, no como “valores” sino como entes que simplemente son.
Quién sabe si eso nos permitiría recuperar la noción de lo sagrado que tuvieron y tienen pueblos y culturas, y que la modernidad industrial y capitalista disolvió “en el aire”. Tampoco es concebir a la naturaleza como “sujeto”, no es un neo-animismo, pero pensar más allá de la subjetivación-objetivación de las cosas implica una práctica más respetuosa, para ello, probablemente nos ayude el verbo usado por Mariá Corbí: “reconocer las cosas mismas”.