Por Javier Hernández Alpízar
Aunque tiene antecedentes ilustres en filósofos como Heráclito, Spinoza y Leibniz, probablemente la filosofía-metafísica de la historia de Hegel es la más acabada teodicea. Es así porque al proponerse una perspectiva desde la totalidad del proceso histórico, concebida como un incesante progreso, el mal, cada mal en el desarrollo de esta historia, se desvanece. Desde el punto de vista del todo, el mal no existe.
El mal desaparece porque figura solamente como un momento de un todo finalmente bueno. Y el todo es un espectáculo estético tan deslumbrante que puede parecer, a optimistas como Leibniz, el mejor de los mundos posibles.
Frente a la manera como los pueblos antiguos veían la historia, como un ciclo, fue el cristianismo, con su gran relato de la historia de la salvación, el que introdujo una historia lineal: comienzo, desarrollo dramático progresivo y final superior y salvífico que redime los horrores vividos en el transcurso. Incluso el inicio, la caída, es redimido por la encarnación de Cristo y se canta como “Feliz culpa”.
Cuando esta historia religiosa impera y se traga a la historia humana, con las dos ciudades, de Dios y del Diablo, que escribe San Agustín, se inaugura la “historia universal” que alcanzará en Hegel su apoteosis.
Los problemas con la filosofía de la historia hegeliana van más allá de su “eurocentrismo”, ya muy criticado. El problema es que se introduce a la divina providencia, semiseculariazada, como la “astucia de la razón”. Y esta astucia, especie de magnificación metafísica de la astucia de El Príncipe de Maquiavelo, hace que los males, guerras, muertes, masacres, conduzcan a un final feliz, un progreso, un avance de la razón y la libertad.
Y aquí la historia humana se vuelve teodicea: cada tragedia se ve superada por el progreso que acarrea. El Espíritu, como el Príncipe, comete asesinatos y masacres, pero saca de ello civilización, progreso cultural.
Es una gran apología del uso de los medios, violentos, para alcanzar el fin: la libertad. La versión popular de ello es la frase atribuida a Robespierre: “Para hacer un omelet, hay que romper unos cuantos huevos”.
Si usamos este esquema metafísico para leer el pasado, con los ojos del búho de Minerva, todo quedará embutido en la camisa de fuerza de la historia como progreso y el estado actual de las cosas (el Príncipe actual) como el destino, el producto necesario de la “historia”. Es una apología de un presente idealizado.
Y si miramos al futuro, esta metafísica se convierte en lo que Karel Kosík llamaría “nihilismo de futuro”: en nombre del desarrollo, del progreso, de la libertad que vendrá, se puede sacrificar a miles de seres humanos, se sacrifican vidas hoy en el altar de una futura liberación. Se rompen los huevos con miras al omelet histórico y metafísico.
En ambos casos, el esquema a priori, el prejuicio metafísico, oscurece el entendimiento de la historia y convierte a los jacobinos en unos apologetas del terror.
Simone Weil hizo una excelente crítica de este esquema, como lo entendió el marxismo estalinista y trotskista. En sus Reflexiones sobre las causas de la libertad y la opresión social, Weil defiende la idea de que la materia no persigue fines (así lo entiende la ciencia hoy), sólo el espíritu lo hace (el ser humano se propone fines y busca los medios para alcanzarlos).
Así, leer el pasado imponiendo el esquema de que cada etapa es superior a la anterior, no solo no ayuda a comprender sino que puede oscurecer la investigación. Por ejemplo, los paleontólogos al principio no entendían a los pterodáctilos, porque suponían que su forma de vuelo debía ser más primitiva o menos evolucionada que la de las aves. Sólo cuando superaron ese prejuicio, lograron entender el vuelo de los pterosaurios, muy complejo y altamente evolucionado.
Y es peor si queremos imponer ese esquema metafísico al presente y el futuro: impondremos violentamente un esquema a los sujetos sociales. Y los esquemas impiden ver los fenómenos: por ejemplo, el marxismo siempre vio como atrasados a los campesinos y a los indígenas. Pero en México, los campesinos hicieron la revolución mexicana y los grupos anticapitalistas más inteligentes hoy son organizaciones indígenas que sí asimilaron a Marx, pero superaron el dogma del “método marxista”.
El problema de esa teodicea y filosofía metafísica de la historia es que puede conducir al nihilismo de futuro: quebrar muchos huevos para hacer una gran omelet, es decir, matar mucha gente hoy en nombre del “reino de Dios en la Tierra”.
No obstante, hay ejemplos de pensamiento que no es teodicea. Uno clásico, cuando los populistas rusos le preguntaron a Karl Marx si debían destruir la comuna rural rusa para que los campesinos se proletarizaran y luego pudieran hacer la revolución comunista, Marx no les contestó como profeta iluminado.
Lo que hizo el autor del El Capital fue estudiar la sociedad y la historia rusa, incluso la lengua rusa. Y su respuesta, que se tardó en meditar y en redactar con calma, fue que él no tenía una filosofía de la historia. El esquema esclavismo-feudalismo-capitalismo-comunismo lo encontró en la historia de Europa occidental, no era un esquema forzoso para leer la historia planetaria. Así que, estudiando y analizando la comuna rural rusa, opinó que muy bien podría ser cimiento de un futuro comunismo ruso, retomando avances tecnológicos de occidente, sin necesidad de destruirla.
El estalinismo destruyó la comuna rural rusa y luego escribió una historia a modo en la cual los populistas aparecían como pre-revolucionarios, algo como los socialistas utópicos precientíficos. Además cambió el marxismo por el positivismo y, peor, lo impuso a los militantes estalinistas en el mundo.
A los textos de Marx sobre la comuna rural rusa se las ha puesto atención tras la caída de la URSS y una progresiva desestalinización del marxismo.
En México, los zapatistas actuales son un ejemplo de pensamiento que se esfuerza por no hacer teodiceas: rompió con la dicotomía revolución-reforma, pues quiere cambiar las cosas desde ahora, y el medio no puede ser contradictorio con los fines.
Asimismo, ha roto con el martirologio, los zapatistas han elegido vivir, y defender la vida, la de sus comunidades y la vida en el planeta.
A los marxistas que aún quieren la teodicea de “el método marxista”, el pensamiento zapatista de “nuestra lucha es por la vida” les puede parecer romántico, una desviación pequeñoburguesa, una traición del “método marxista”. Pero el Marx de la carta a Vera Zasúlich probablemente les daría a los zapatistas la razón.
No necesitamos sacrificar a las comunidades indígenas en el altar militar de los megaproyectos y del “capitalismo bueno”. Tampoco necesitamos sacrificar a ningún pueblo, ni el ucraniano, ni el ruso, ni los europeos ni ningún otro pueblo del mundo, para que una oscura y sangrienta astucia de la historia nos traiga la Utopía. Eso es nihilismo de futuro.
Necesitamos defender la vida hoy, y la paz, para todos los pueblos del mundo y en contra de todas las corporaciones capitalistas y militares y de los Estados y gobiernos que rompen miles de huevos y hacen omelets de capitalismo sangriento, de mercado o de Estado.
Líbrenos Dios, de las teodiceas. Y de sus fanáticos.