Por Javier Hernández Alpízar
“En el predominio cultural del principio de la desigualdad subyace una tendencia, según la cual la igualdad ciudadana y democrática aparece, por así decirlo, como algo antinatural, pues la condición común de la convivencia democrática se basa en el debate y la discusión que se genera entre las múltiples opiniones que representan los ciudadanos, lo cual es no solo admitido, sino que es lo constitutivo de la democracia”.
Klaus Held.
Los seres humanos, por nuestra evolución biológica como especie, no podemos sobrevivir sin un largo periodo de cuidado de nuestros progenitores y ancestros, nuestra familia y comunidad. No somos una especie que pueda engendrar especímenes solitarios y autosuficientes. Decía Aristóteles que fuera de la ciudad, de la sociedad, el ser humano sería o una bestia o un dios, pero no un ser humano.
Una forma de organización familiar, comunitaria y social jerárquica es la patriarcal. Desde los patriarcas de la Biblia, que engendraron muchos hijos, que luego fueron tribus, pueblos, naciones, hasta las modernas sociedades no democráticas que se basan en la opresión de las mujeres (normalmente, al menos 50% de la población), en nombre de la protección familiar paternalista y de la protección estatal se imponen formas de gobierno autoritarias, basadas en la tradición, en textos religiosos y en líderes religiosos o políticos incuestionables.
La democracia occidental depende, entre otras cosas, del reconocimiento de la conciencia personal, individual, ciudadana. La singularidad del individuo, de la persona humana, está asociada a una forma de entender su dignidad que incluye la noción de derechos humanos, y entre ellos, los derechos ciudadanos y políticos, como elegir libremente a sus representantes y gobernantes.
Este individualismo, forjado en una larga historia que va de la antigüedad clásica griega y romana, pasando por el medievo y eclosiona en el periodo moderno con sus Renacimiento, Reforma, Siglos de Oro españoles, Ilustración o Siglo de las Luces, Independencia de los Estados Unidos. Revolución Francesa, Independencias de las naciones latinoamericanas, Revolución industrial, Modernismo y descolonización en América Latina y en otros continentes, etcétera, ha traído consecuencias como las nociones de derechos humanos universales, ciudadanía y democracia.
Si bien los conceptos de democracia siguen siendo, en buena medida, ideas regulativas en el sentido de Emmanuel Kant, ideales a alcanzar, casi utopías orientadoras, son principios civilizatorios fundamentales.
El ideal ilustrado moderno es “atrévete a pensar”, que reconoce la dignidad del pensamiento personal, individual, singular e intransferible y el derecho al pensamiento libre, asociado a libertad de culto, libertad de información, expresión y prensa, derecho a saber.
Cada individuo es el referente central de un mundo: “Con la muerte de cada hombre desaparece su mundo, el cual había emergido con su nacimiento.” Así escribió Klaus Held, fenomenólogo cuya frase me recuerda a una escena de Blade Runner en la cual un replicante (un androide tan parecido a un ser humano que solo un experto podría detectarlo), a punto de ser asesinado por el caza recompensas protagonista del filme, le dice que sus recuerdos de lugares lejanos del universo, que viven en su memoria, “morirán conmigo”.
Esta individuación nos brinda una importancia singular, a contrapelo de nuestra debilidad biológico-existencial. Somos una “caña pensante”, dice Blaise Pascal.
En cambio, las sociedades jerárquicas patriarcales protegen a sus miembros sometiéndolos a no decidir individualmente, obligándolos a aceptar las decisiones de los patriarcas. El matrimonio arreglado, por ejemplo.
Dice Klaus Held que las sociedades orientales ven a Occidente como un peligro porque atribuyen a sus ideologías de derechos humanos y democracia el efecto pernicioso de disolver a la familia. En parte tienen razón, señala Held. En Occidente, un individualismo extremo, narcisista, ha provocado un aumento en los divorcios, una incapacidad de formar, ya no digamos familia, sino incluso parejas. Devienen sociedades que abandonan a sus viejos a la soledad de los moribundos (parafraseando a Norbert Elías), desde mucho antes de que mueran.
De modo que si no queremos imponer de modo imperialista a sociedades orientales nuestras democracias y derechos humanos, necesitamos un diálogo intercultural fino, tratando de convencer de nuestras opiniones y abiertos a dejarnos convencer de otras opiniones. Diría Boaventura de Souza Santos que en todas las culturas hay además de la versión hegemónica, versiones alternas heréticas, abiertas al cambio. Incluso en el Islam, y desde el Corán, hay lecturas feministas, así como en el cristianismo hay teologías del poder y teologías de la liberación.
Pero en México, ya somos Occidente. Nuestra historia ha sido un proceso en el que como sociedad hemos intentado construir una república democrática, representativa, con división de poderes y estado de derecho constitucional.
No obstante, en nuestra historia se entrelazan dos Méxicos: el que quiere construir libertad, democracia y justicia y el que regresa una y otra vez a la sociedad jerárquica y patriarcal.
Sin embargo, nuestro ideal democrático es el de las naciones occidentales, como lo describe Elisabetta Di Castro Stringher:
“La democracia tiene sentido sólo en un Estado de Derecho en el que se respeten plenamente los derechos humanos. Si no fuera así, la participación ciudadana y los procesos electorales que caracterizan a esta forma de gobierno se volverían una farsa con la que se justifica la imposición de algún grupo en el poder.”
La democracia es incompatible con el pensamiento único, con la uniformidad, con la persecución de quienes piensan diferente, con la demonización del interlocutor crítico, disidente o incómodo como “adversario”, que, en el lenguaje de iglesias evangélicas es un eufemismo para referirse al Diablo, el que “divide”.
Las palabras de Klaus Held sobre el fundamento democrático en la diferencia de opiniones son precisas: “la condición común de la convivencia democrática se basa en el debate y la discusión que se genera entre las múltiples opiniones que representan los ciudadanos, lo cual es no solo admitido, sino que es lo constitutivo de la democracia.”
Son los gobiernos autoritarios, antidemocráticos, dictatoriales los que demonizan el disenso como traición. Así lo enunció Umberto Eco, en cuyo país saben lo que es vivir bajo un fascismo clásico como el de Mussolini:
“El desacuerdo es traición. Ninguna forma de sincretismo puede aceptar el pensamiento crítico. El espíritu crítico opera distinciones, y distinguir es señal de modernidad. En la cultura moderna, la comunidad científica entiende el desacuerdo como instrumento de progreso de los conocimientos. Para el Fascismo, el desacuerdo es traición.”
Si con un constante linchamiento moral público se cancela y se pretende anular a las voces críticas no hay democracia.
La constante apelación al plebiscito, como forma de manipulación y falsificación de la participación es una forma de aparentar democracia al tiempo que se anula la democracia, como describió Michelangelo Bovero en su conferencia Los adjetivos de la democracia. Vale la pena citar un fragmento largo que describe esta situación:
“En muchos casos, el llamado directo a la “voluntad del pueblo” esconde peligros antidemocráticos: el verdadero poder no es el del pueblo que selecciona, sino el de quien plantea la alternativa ante la que se debe seleccionar. Un poder de ninguna manera oculto, sino visible (incluso ahora ultravisible: televisible); no obstante, pocos parecen darse cuenta. No debería olvidarse que con base en el plebiscito se rigen los sistemas autoritarios, las dictaduras más o menos enmascaradas. La expresión “democracia plebiscitaria” es un oxímoron, el adjetivo contradice al sustantivo. Y esa lluvia de microplebiscitos –una verdadera tempestad electrónica– llamada “democracia de los sondeos” en realidad es una caricatura de la democracia, y en la medida que se contraponga a los procedimientos institucionales de las decisiones democráticas, o peor aún, sea impulsada a sustituir estos procedimientos, se transforma en un engaño colosal: una manipulación continua, un intento constante y sistemático de enajenar a los ciudadanos, a los que se finge reconocer autonomía de juicio, presentando problemas burdamente simplificados y distorsionados, proporcionando criterios de evaluación arreglados.”
Una estrategia de estos gobiernos autoritarios con piel de demócratas es atropellar a la democracia en nombre del pueblo. Generar una permanente confrontación entre bandos para impedir la reflexión serena que requiere el debate público sensato y atizar el conflicto para manipular las pasiones de masas resentidas, desinformadas, manipuladas. Los gobiernos de Donald Trump y Jair Bolsonaro son ejemplos típicos, pero el fenómeno no es nuevo.
Ya lo expresaba así Erasmo de Rotterdam en La educación del príncipe cristiano:
“El tirano se alegra de sembrar entre los ciudadanos la disensión y las divisiones y alimenta y estimula las rivalidades surgidas por el azar y abusa de estas situaciones para la consolidación de su tiranía.”
Desde una crítica de la izquierda radical podría parecer que la democracia burguesa es poca cosa, pero ante un gobierno autoritario, dictatorial, patriarcal, donde la jerarquía encarnada en el líder carismático y mesiánico, en los militares y en la tradición petrificada como historia de bronce (los patriarcas de ayer), incluso la más imperfecta democracia es mejor. Así lo señalaba Ernesto Sábato, al comparar las dictaduras militares de Argentina con una perspectiva de democracia posdictadura.
Un último elemento que podemos señalar es la total opacidad del poder ante los gobernados (por ejemplo, bajo pretextos de seguridad nacional o de razones de Estado) y el espionaje de los gobernados todos: opositores, colaboradores, como una forma de obtener información e inteligencia para la contrainsurgencia y la represión o para la extorsión y el chantaje. Recordemos algunas escenas de la novela de Milán Kundera y la película La insoportable levedad del ser que son ejemplares: incluso la vida sexual de las personas espiadas puede servir para el control chantajista.
Esta reflexión de Elisabetta Di Castro está pensada en contexto democrático, pero la desigualdad entre opacidades y espionaje se agudiza bajo gobiernos antidemocráticos:
“La democracia pretendía también hacer transparente el poder; que el poder político realizara sus acciones en público, a la vista y para el conocimiento de todos los ciudadanos que podrían, así, ejercer un control sobre él. Sin embargo, con los desarrollos tecnológicos que refuerzan la capacidad de conocer sin ser conocido, la tendencia ha sido la contraria: el control de los ciudadanos por parte del poder.”
México está hoy en un grave predicamento: se cierne sobre todos nosotros el riesgo de una regresión antidemocrática que pretende cancelar el debate de opiniones diferentes para imponer la jerarquía basada en un paradigma patriarcal, quintaesenciado en el culto al líder y la entronización de la institución militar.
La estrategia plebiscitaria puede parecer democracia radical, pero es una estrategia radicalmente antidemocrática: la han usado con éxito desde Luis Bonaparte (Napoleón III) hasta los gobiernos de la derecha populista de Trump y Bolsonaro. México no está lejos de un oscuro pasaje antidemocrático semejante.