Por Javier Hernández Alpízar
“Solo lo que es justo es legítimo. El crimen y la mentira no lo son en ningún caso”.
Simone Weil
Las religiones, las teologías y las ideologías, en diferentes periodos de la historia, han servido como sistemas de creencias, ideas y prácticas que pretenden justificar el poder y el estado de cosas vigente.
Si bien, al menos en Occidente, el periodo moderno se caracteriza por una incompleta pero amplia secularización del mundo, de la vida diaria, de la política, muchas de las ideas, creencias y prácticas religiosas han sobrevivido como rémoras insertas en medio de las ideologías supuestamente laicas y científicas.
Max Weber explicó cómo el calvinismo, con sus ideas de predestinación y su recomendación de austeridad, puritanismo y arduo trabajo, ayudó a forjar el “espíritu del capitalismo” y a legitimar la acumulación de dinero. Quizá por eso el dólar ostenta una leyenda que dice “en Dios creemos”, con lo que una ambigua divinización del dinero o monetarización de la fe sustenta el proceso de acumulación capitalista.
Opina el teólogo de la liberación Franz Hinkelammert que la “mano invisible” de los liberales y los neoliberales (de Adam Smith a Friedrich August Hayek) es una versión actual de la “divina providencia”. En todo caso, creen que Dios bendice la riqueza y da el espaldarazo al capitalismo, contrariamente a la lectura antigua y medieval del Evangelio.
En sus Escritos de Londres, la pensadora francesa Simone Weil propone suprimir los partidos políticos. Esto, en 1942 o 1943. En su argumentación para justificar su propuesta, explica a los partidos políticos de la Europa continental como máquinas de producir pasión colectiva, con lo que obnubilan la razón e impiden que se tomen decisiones sensatas, razonables, por lo cual, las mayorías fanatizadas o manipuladas mediante sus pasiones están muy lejos de poder construir la “voluntad general” que deseaba Rousseau.
“Cuando hay pasión colectiva en un país – dice Simone Weil–, es probable que una voluntad particular cualquiera esté más cerca de la justicia y de la razón que la voluntad general, o más bien que lo que constituye su caricatura.”
Las grandes masas que siguieron a Hitler y a Mussolini estaban muy probablemente ante la mirada de Simone Weil cuando veía que esa pasión colectiva era una caricatura de “voluntad general” y, por lo tanto, la democracia se había transmutado en su opuesto: tiranía, dictadura, totalitarismo. Weil lo llamaba “la gran bestia”, un animal idolátrico que destruía Europa, con la guerra y el fascismo, y destruía las esperanzas revolucionarias en la URSS, con el estalinismo.
Un momento histórico anterior que mostró la tendencia totalitaria de una facción convertida en partido fue el periodo del terror durante la Revolución Francesa:
“Las luchas de las facciones bajo el Terror –escribió Weil– estuvieron gobernadas por la idea tan bien formulada por Tomski: «Un partido en el poder y todos los demás en prisión».”
Las purgas y la destrucción de los revolucionarios bolcheviques por Stalin repetirían en el siglo XX ese negro momento en que una revolución se convierte en terror y dictadura de partido.
Una de las características que Simone Weil diagnostica en los partidos políticos, con su tendencia a anular el pensamiento y a convertir a los ciudadanos en repetidores de consignas y doctrinas dogmáticas, es reproducir la persecución que antes la iglesia católica y las iglesias reformadas hicieran de los herejes.
Recordemos a la iglesia católica castigando a Galileo Galilei y a Giordano Bruno; a Miguel Servet perseguido por Calvino y por los católicos; a Baruch Spinoza huyendo de la ortodoxia judía; a las “brujas”, mujeres cuyos saberes fueron demonizados, perseguidas por la Inquisición católica y las Inquisiciones de las iglesias reformadas en Europa y en América.
Recordemos también las ejecuciones de las brujas de Salem, que Arthur Miller recuperó como analogía para criticar el macartismo y la persecución de comunistas en los Estados Unidos del siglo XX. De ahí viene la expresión “cacería de brujas” para referirnos a la persecución y represión de chivos expiatorios, en México, la usual fabricación de culpables.
Como explica Marvin Harris, en Vacas, cerdos, guerras y brujas, uno de los móviles de la cacería de brujas era despojarlas de sus bienes. Otro era desviar la atención de los verdaderos responsables de las crisis: los poderosos, los gobernantes, los príncipes. El filme Las brujas de Salem, basado en la novela de Arthur Miller, muestra cómo la cacería de brujas encubre el despojo de las tierras de las víctimas. Como la lucha contra la herejía y la evangelización de los indígenas justificó en el siglo XVI la conquista y colonización en América Latina.
Simone Weil aprecia una ironía de la historia europea: El Renacimiento y la Reforma pretendieron iluminar al mundo y la sociedad, pero con el surgimiento de los partidos políticos como máquinas de producir pasiones colectivas y con sus tendencias totalitarias, revivieron la inquisición y la persecución de los herejes que no comulgan con los dogmas del Partido:
“Y es que el movimiento de revuelta contra la asfixia de los espíritus en el régimen inquisitorial – señala Weil– tomó una orientación tal que prosiguió la obra de asfixia de los espíritus.
“La Reforma y el humanismo del Renacimiento, doble producto de aquella revuelta, contribuyeron ampliamente a suscitar, después de tres siglos de maduración, el espíritu de 1789. El resultado ha sido, después de un cierto plazo, nuestra democracia fundada en el juego de los partidos, en la que cada uno es una pequeña Iglesia profana, armada con la amenaza de la excomunión. La influencia de los partidos ha contaminado toda la vida mental de nuestra época.”
No debería sorprendernos entonces que el partido en el poder (una iglesia profana) condene y anatemice a quienes piensan diferente y, mediante insultos, calumnias y difamaciones (“racistas, clasistas y corruptos”, o bien: “rateros” y “achichincles”), los queme en efigie todas las mañanas en el altar moderno de los medios de comunicación. Un ayatola con sus fieles seguidores se autoerigen en los buenos, los puros, los no corruptos, los salvos, y condenan a los herejes, los malos, los adversarios: los diablos, los que dividen al “pueblo bueno”.
El lenguaje religioso del ayatola (ha llamado “sagrado” al “dinero del pueblo”) es la herencia de esas viejas inquisiciones católicas y reformadas que quemaban herejes y brujas, y de paso, se quedaban con sus bienes y territorios; en este caso, con los megaproyectos del sureste en territorios indígenas.
Se supone que la democracia nos debe llevar a la libre discusión de las ideas y a la tolerancia (o bien, que la libre discusión nos lleva a la democracia), pero, en México, parece que el voto masivo nos regresó al Martillo de las Brujas y a los Torquemadas.