Por Javier Hernández Alpízar
La idea de corrupción viene muy probablemente de la biología, de la expresión que señala cómo se pudre un cadáver: “la corrupción de la carne” que dice el catolicismo en sus dogmas. La metáfora de la sociedad como cuerpo también viene de antiguo, pues ya San Pablo hablaba del “cuerpo místico de Cristo” para referirse a la iglesia como comunidad de creyentes. Luego el imperio romano identificó el cuerpo político pagano de la sociedad con el cuerpo religioso, ambos integrados como cuerpo social- religioso y político en regímenes monárquicos-teocráticos antiguos y medievales. Se corrompen entonces cuerpos, pero también sociedades, Estados, instituciones, regímenes y gobiernos.
Sin embargo, en el habla popular mexicana, hemos simplificado la corrupción como robo de dinero. La derecha, cuando era oposición al PRI-gobierno, partido de Estado, popularizó la idea de que solo el gobierno, los políticos, los funcionarios y casi exclusivamente los priistas, podían ser y eran corruptos. Por eso el filósofo Carlos Pereyra opinó que el lema del gobierno delamadridista “Renovación moral” era una concesión a la derecha (panista, principalmente). No era que fuese falso, los priistas y el gobierno (que eran prácticamente lo mismo) eran corruptos, pero también eran corruptos los empresarios, la “iniciativa privada”, y eso se ocultaba ideológicamente. Así se sentaron las bases ideológicas para hacer creer que privatizando las empresas estatales o paraestatales se acabaría la corrupción, gubernamental “por definición”, y serían empresas eficientes e incorruptibles.
Hoy esa incorruptibilidad por definición no se atribuye a la “iniciativa privada” sino al ejército, de manera igualmente ideológica, por la nueva derecha en el poder. Asentando con ello, la ideología de la militarización y el militarismo. El ahora llamado “periodo neoliberal” nos demostró que la corrupción es gubernamental (civil y militar) y también empresarial- privada.
Sin embargo, la palabra “corrupción” significa también otras cosas: no es solamente el peculado, el robo de dinero, la estafa, las mordidas y chayotes, los moches, como es moda decir ahora. Esa es corrupción, sí, pero hay también otra, la que está detrás de esas transferencias de dinero corruptas: la corrupción del poder.
Está en el pensamiento político clásico, con diferencias y matices, entre otros, en Platón, Aristóteles, Cicerón, Maquiavelo y Montesquieu. Hay formas de gobierno diferentes, según cada pueblo, nación, Estado y su historia propia. Y cada forma de gobierno tiene una forma legítima y una forma corrupta, una forma desviada o pervertida de ejercer el mando, el poder político.
Básicamente son tres formas de gobierno: el gobierno de uno solo (monarquía, encabezada por un príncipe, un rey o emperador), aristocracia (el gobierno de unos pocos, los “mejores”, según la etimología) y la democracia o el gobierno del pueblo, de los muchos. De la democracia, hay una variante: la república (donde las decisiones políticas son asunto de todos, cosa pública). Esta república combina el poder del pueblo con el contrapeso de la minoría noble o aristocrática. Las variantes históricas y teóricas de esta república dieron lugar a la versión moderna democrática y liberal con un poder ejecutivo (monarca, primer ministro o presidente), cámara alta (la aristocrática, en nuestra tradición: el senado) y cámara baja (representantes del “pueblo”, los diputados), separados de un poder judicial.
Con diferencias y matices, los autores clásicos mencionados desconfían de la democracia y de la soberanía de los muchos. Por eso lo equilibran con la representación de la élite en las cámaras “altas”.
En la versión de Maquiavelo, el pueblo no quiere oprimir, sino solamente no ser oprimido, por ello pone límites a las ansias de la aristocracia de oprimirlo. La versión clásica más desarrollada es la de Montesquieu, en El espíritu de las leyes, inspirada en el régimen de monarquía constitucional británica y teóricamente en John Locke y el liberalismo. Es la clásica división de poderes (ejecutivo, legislativo y judicial) que se equilibran y contrapesan, cada uno limitando a los otros y evitando los abusos.
Sin embargo, cada una de estas formas legítimas, según estos autores clásicos, al menos la mayoría de ellos, tiene una forma corrupta o desviada. La forma legítima es aquella en que el gobierno, monárquico, aristocrático o republicano, procura el bien común. La forma desviada, pervertida o corrupta es aquella donde el gobierno usa el poder en beneficio propio y no del bien común. Se invierten fines y medios y, así, el poder se vuelve un fin en sí mismo, dejando de ser un medio para el bien público.
La forma corrupta de la monarquía es la tiranía, donde el gobernante busca solo su propio bien, gobierna arbitraria y despóticamente, pisoteando constituciones, leyes, principios y actuando como un dictador.
La forma corrupta de la aristocracia es la oligarquía: ya no gobiernan los mejores, ni los nobles, en pro de bien común, sino una minoría de los adinerados, los más ricos, de manera voraz, opresiva y corrupta: es el gobierno de los ricos, la plutocracia o plutonomía, la dictadura de los millonarios.
La forma corrupta de la república tiene vertientes o variantes: Para los aristocratizantes, como Platón, el gobierno de los muchos es el gobierno de los peores. Se convierte en un gobierno licencioso y “anárquico”. Es la tiranía de la mayoría que aplasta a las minorías. Normalmente no se da directamente como poder de las mayorías (no es un poder popular consciente y organizado) sino que las masas son arrastradas por un líder tiránico o una minoría dictatorial.
Como escribe Luis Villoro, explicando el pensamiento de Maquiavelo: “Los poderosos buscan el poder absoluto para oprimir al pueblo, pero este, al buscar su liberación, lleva al poder a un jefe popular o a un grupo que pronto se convierte en tirano del propio pueblo.”
Aquí el significado de corrupción es claro y no se reduce al robo de dinero: es la perversión del poder, su desvío y desnaturalización. El abandono del bien común y la imposición de intereses particulares (de uno solo o de unos pocos) haciéndolos pasar falsamente como “bien común”, el “bien de todos”, la “voluntad general”, la “seguridad nacional” o la desnuda, cruda y nuda “razón de Estado”. En el capitalismo, es hacer pasar los intereses del capital y del capitalismo (de los grandes capitales, “nacionales” o no) por el “interés de la mayoría”.
Ese ejercicio despótico del poder, por un solo líder o caudillo o por un grupo o partido, puede llevar tarde o temprano al desvío de dineros, pero no hace falta que llegue a eso: para ser corrupción, basta con el desvío o la perversión del poder, el enmascaramiento del interés personal, particular o de grupo como “bien común”.
Las repúblicas democráticas pueden así corromperse, pervertirse, podrirse por dentro, desviando el poder a las manos de uno solo o unos pocos, aunque por fuera parezcan seguir siendo repúblicas democráticas, liberales y hasta progres. Siguen teniendo elecciones (sean o no “libres”), siguen tendiendo tres poderes (de nombre, aunque de facto el legislativo y el judicial sean marionetas del ejecutivo y o de su partido), siguen teniendo instituciones (órganos electorales, de derechos humanos, de “transparencia”, prensa “libre”) aunque vacías de contenido, solamente como parafernalia de un sistema que gobierna sin ellas y sobre ellas. En México, los años de priismo hegemónico son un claro ejemplo.
Particularmente, estos gobiernos cuentan con el apoyo de sus fuerzas armadas, su lealtad y obediencia: sea que actúen cruentamente o que solamente estén ahí como amenaza sobre las cabezas de los “ciudadanos”. Cuentan con el “monopolio de la violencia legítima” (Max Weber) como fuerza apuntaladora de su dominio.
Estos gobiernos con fachada republicana, institucional y hasta democrático liberal son llamados de diversos modos: regímenes iliberales (suelen tronar públicamente en contra de los medios de comunicación, las oenegés y asociaciones civiles defensoras de derechos humanos, siempre denunciando conspiraciones intervencionistas extranjeras), regímenes autoritarios, dictaduras democráticas, democraduras, populismos, incluso recientemente: corpocracia o posdemocracia.
A veces son el resultado de un movimiento social que se quiso democrático, pero que contuvo su desenlace en la derrota de los sectores de izquierda y en su subordinación a un proyecto burgués de gatopardismo (que todo cambie para que siga todo igual), de transformismo o de revolución pasiva. Es un proyecto de élite, burgués, capitalista, que incorpora algunas demandas de las clases subalternas, en la distribución de algunos dineros, por ejemplo, sin tocar la estructura injusta del capitalismo.
El triunfo de las revoluciones pasivas consiste en que logran desmovilizar a las masas y, sobre todo, a los sectores que verdaderamente buscaban un cambio. Los derrota arrebatándoles sus banderas y lenguaje, y aislándolos de los demás ciudadanos. Lograda la pasividad de los se abajo, su cooptación, la pérdida de su autonomía, las élites “transformadoras” pueden implementar una modernización burguesa y capitalista, con obras faraónicas, por ejemplo, remodelando zonas urbanas vistosas, con fastos cívico militares, desfiles, galas espectaculares, con una fraseología liberal (por ejemplo sobre asuntos extranjeros) que esconde la represión selectiva (o no tanto) en el país. Recordemos cómo los gobiernos priistas apoyaban la revolución cubana y a los exiliados de España y Latinoamérica mientras reprimían a estudiantes, guerrilleros, comunistas y demás opositores.
Estos regímenes no son obra de genios golpistas, sino de un proceso social de lucha de clases que da lugar a gobiernos de “cesarismo plebiscitario” o de “bonapartismo”. El ejemplo clásico es Luis Bonaparte (Napoleón III) en la Francia del siglo XIX, analizado por Marx en El 18 brumario de Luis Bonaparte y por Maurice Joly en su Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu.
Se trata no de “golpes blandos” que emergen en el siglo XXI, sino de gobiernos autoritarios que existen desde hace mucho. Así lo expresó el periodista Maurice Joly (quien pagó con la prisión su denuncia anónima en su libro ya clásico): “El secreto principal del Gobierno consiste en debilitar el espíritu público, hasta el punto de desinteresarlo por completo de las ideas y de los principios con los que hoy se hacen las revoluciones. En todos los tiempos, los pueblos, al igual que los hombres, se han contentado con palabras. Casi invariablemente les basta con las apariencias; no piden nada más. Es posible entonces crear instituciones ficticias que respondan a un lenguaje y a ideas igualmente ficticias; es imprescindible tener el talento necesario para arrebatar a los partidos esa fraseología liberal con que se arman para combatir al Gobierno. Es preciso saturar de ella a los pueblos hasta el cansancio, hasta el hartazgo” (Maquiavelo a Montesquieu en los Diálogos en el infierno, de Maurice Joly).
Esa fraseología liberal, populista o progre, puede desplegarse todas las mañanas o con muchas otras formas de propaganda, como aconsejó el propagandista de Hitler, Joseph Goebbels: repetir mil veces una mentira o una verdad a medias hasta “hacerla verdad”, es decir, ideología operante en la cabeza y el cuerpo de los oprimidos.
Como se ve, ni la posdemocracia ni la posverdad son nuevas: son autoritarismos tan viejos como los sofistas controlando con palabras a la multitud como un “gran animal” (Platón, La república). Sin embargo, hoy cuentan con instrumental moderno para la “telecracia” o la “infocracia”, siempre apoyada por ejércitos bien pertrechados, por si las palabras fallan.
En México, el actual regreso a las formas autoritarias del partido de Estado hegemónico subordinado a un presidencialismo autoritario es la forma política que asume la acumulación por desposesión militarizada. El autoritarismo vestido de humanista arriba cobija el despojo militarizado abajo.