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Hotel Abismo: Gentrificación, guerra contra la subsistencia y territorialidad

Por Javier Hernández Alpízar

El barrio, la colonia, la calle, el caserío en el que vivimos como en nuestro mundo más inmediato, nuestro entorno cercano, nuestro horizonte cotidiano, es el producto de actividades humanas, de trabajo humano: resultado de habitar y de construir.

Los seres humanos, como todas las especies de seres vivos, vegetales y animales, transformamos nuestro entorno. El planeta Tierra con su atmósfera, su oxígeno, sus ecosistemas, es resultado de procesos de los seres vivos como la fotosíntesis, entrelazados con los ciclos del agua, el oxígeno, el carbono o el nitrógeno.

Luego los seres humanos, sin duda los seres vivos más agresivos con nuestro entorno, hemos modificado dramáticamente el planeta mediante nuestra manera de producir, primero con la revolución agrícola, luego con la revolución urbana, el surgimiento de las ciudades, y después, con la revolución industrial y con las revoluciones políticas burguesas que dieron el poder a la clase propietaria privada de los medios de producción: industria, maquinaria, tecnología, dinero y capitales.

Hoy la vida en el planeta está en riesgo, a consecuencia de un acelerado proceso de destrucción del delicado equilibrio que generó la vida en la Tierra y se manifiesta con el calentamiento global y con una sexta extinción masiva de especies que está en marcha.

Las ciudades son sistemas complejos muy parecidos a los seres vivos: operan mediante un masivo metabolismo que les hace depredar el campo como proveedor, lo cual implica absorber alimentos, agua, oxígeno, petróleo, gas y otras materias primas y devolver, como deshechos, basura, agua y aire contaminados.

La crisis de nuestra forma de habitar, nuestra forma de producir y reproducir nuestra vida, nuestra población y poblamiento, y nuestros entornos construidos, nos ha llevado, en los últimos cien años más o menos, a reflexionar, aunque sea en grupos marginales respecto a la corriente principal de opinión, en el habitar, en la crisis del habitar.

En el emblemático año de 1968, mientras movimientos estudiantiles, juveniles, civiles y populares protestaban en diversas ciudades del mundo contra un sistema de vida insatisfactorio, el pensador francés Henri Lefebvre publicó un libro breve que hoy podemos considerar un clásico: El derecho a la ciudad.

La base conceptual del argumento por el derecho a la ciudad es la filosofía de Karl Marx: la riqueza producida por nuestros pueblos, sociedades y culturas es trabajo humano materializado, es trabajo colectivo, social. Sin embargo, predomina la apropiación privada del producto de ese trabajo, los bienes que producimos entre todos en largas cadenas de producción de valor que van desde la extracción de materias primas y las actividades primarias como la agricultura o la pesca hasta la transformación industrial de materiales en alimentos, vestido y calzado, viviendas, casas, edificios y demás construcciones y edificaciones rurales y urbanas.

La contradicción entre la producción social y la apropiación privada de los bienes y valores de uso es particularmente notable en la ciudad. La ciudad es una obra colectiva, es un producto y un constructo social. No obstante, nuestra libertad de habitar, de vivir y de disfrutar la ciudad, se ha ido perdiendo, o al menos se ha ido viendo limitada cuando no impedida, por un proceso de privatización, un proceso de transformación de la ciudad en mercancía.

Transformar los bienes en mercancía es un proceso histórico central, esencial en el mundo moderno burgués y capitalista. La existencia de mercancías era marginal, social y políticamente, económicamente insignificante, en los pueblos y culturas no capitalistas. Han existido diversas y muy rudas formas de opresión social: esclavismo, feudalismo, despotismo oriental. No podemos idealizar a ninguna cultura premoderna o no capitalista- Pero las ciudades, antes de su moderna, es decir, reciente, colonización por el proceso capitalista de producción de valores fueron, según Henri Lefebvre, una obra en la que los habitantes y ciudadanos podían reconocerse.

La ciudad fue el lugar de encuentro de los diferentes. Aun con diferencias de clase y con formas de opresión, la ciudad no era propiedad privada: había un significado y un uso social y colectivo de la ciudad. Era más un símbolo social colectivo que lo que hoy es: una mercancía apropiada por cada vez menos propietarios o un territorio codiciado y en disputa para capitales y poderes depredadores, legales e ilegales.

Hay diversos procesos de esta depredación urbana por el crecimiento del poder y la apropiación capitalista: la urbanización salvaje, la segregación de poblaciones mediante criterios y procesos clasistas y aún racistas, la museificación de los centros antes vivos y hoy simplemente “históricos”, el cercamiento de los procesos de poblamiento popular y producción social de la vivienda y el hábitat por unidades habitacionales disfuncionales y muchas veces vandalizadas o semiabandonadas, la producción de vivienda masiva inhabitada e inhabitable, el uso industrial, comercial y turístico intensivo, con su resultante en contaminación ambiental, delincuencia y peligros urbanos, e inseguridad aún mayor para las niñas y mujeres en entornos permisivos de criminalidad patriarcal y machista, así como especulación inmobiliaria: encarecimiento del suelo y financiarización de la vivienda.

Uno de los procesos de esta expropiación de la ciudad a sus habitantes es el que los británicos llamaron “gentrificación”, derivado de “gentry”: la nobleza rural que comenzó a sustituir a la población de barrios obreros ingleses. Es un proceso de desplazamiento de población: es expulsada por el encarecimiento de rentas, impuestos, servicios, precios y tarifas la gente con menos ingresos, y paulatinamente llegan a vivir en ese barrio o poblamiento personas con más dinero y capacidad de compra.

La explicación de este proceso es netamente económica, capitalista: la propiedad del suelo es privada, la propiedad de la vivienda es privada, por lo tanto, están en el mercado de suelo y de vivienda, es decir, son mercancías. Incluso si se trata de vivienda construida mediante producción social del hábitat, al ser propiedad privada, está sujeta a la presión capitalista de los mercados de suelo y de vivienda. La ciudad entera es ya una mercancía sujeta a las leyes de la oferta y la demanda. La propiedad privada no es una forma de seguridad jurídica de la propiedad ni de la posesión, es el primer plazo para el despojo, como han aprendido amargamente muchos campesinos antes ejidatarios.

El proceso puede seguir diversas rutas: una de ellas fue históricamente el abandono de los centros de las ciudades en la mitad del siglo XX porque los ricos y pudientes que lo habitaban se aburrieron de su arquitectura vieja y se mudaron a los suburbios, con arquitecturas más modernas y la promesa de una vida tranquila y cercana a la naturaleza. Entonces esos viejos edificios, como los coloniales del Centro de la Ciudad de México, fueron ocupados por emigrantes campesinos y obreros pobres. Se llenaron de población que rentaba en vecindades, patios, casonas subdivididas en viviendas más pequeñas.

Luego la vida en los suburbios decepcionó: no son urbanamente funcionales y se prestan a todo tipo de patologías sociales, como nos lo han recordado algunas series norteamericanas de asesinatos y otros crímenes en los suburbios. Entonces se retomó el alto valor económico del Centro y los pobladores pobres se vieron en su mayoría desplazados a las periferias para que los barrios centrales fueran reocupados por negocios, hoteles, oficinas e incluso departamentos de lujo. El negocio de Carlos Slim bajo los gobiernos de López Obrador y sus sucesores en la Ciudad de México es buen testimonio de esta gentrificación o aburguesamiento.

Otros procesos son inducidos mediante un abandono de entornos céntricos que ven deteriorada su imagen urbana y sus servicios. Entonces, se abaratan algunas propiedades y comienzan a comprarlas o rentarlas personas que tienen el capital para remodelarlas o incluso para derribar construcciones y construir nuevos edificios de departamentos, la mitologizada vivienda vertical de la todavía más ideologizada ciudad vertical, así como oficinas, hoteles, tiendas de conveniencia o los negocios que la ubicación urbana permita.

Estos procesos se benefician de la inversión pública en servicios y equipamientos urbanos como líneas del metro, metrobús, mercados, escuelas, universidades, hospitales, espacios públicos, etcétera. Los propietarios privados capitalizan esa mejora del entorno debida a la producción social mediante la inversión estatal y encarecen rentas o precios de sus propiedades privadas. Esto también genera una sustitución de población pobre por población con más altos ingresos.

Otro tipo de proceso es de contrastes más agudos, si eso es posible: lugares que antes fueron inhóspitos, como el Pedregal de Santo Domingo en Coyoacán, son poblados con muchos trabajos y dificultades por habitantes pobres. A lo largo de generaciones, estos pobladores lo urbanizan, lo convierten en una colonia habitable, plena de vida pública, de comercios y servicios, rodeada de instalaciones y equipamientos urbanos. Entonces comienza el proceso de invasión y colonización por tiendas, por desarrolladores de vivienda e inmobiliarias quienes construyen vivienda para vender o para rentar, con todo tipo de facilidades, incluso transgrediendo reglamentos urbanos y leyes.

El resultado de todos estos procesos es el desplazamiento de población pobre y el ingreso en ese territorio de población de más altos ingresos: es un proceso inducido, prohijado, mediante corrupción y uso de recursos legales e ilegales, por el Estado, gobiernos de estados, municipios y alcaldías y, sobre todo, por capitales privados: inmobiliarias y empresas de bienes y servicios.

Como resultado de todo esto: la población trabajadora, los colonos, estudiantes, amas de casa, se tienen que conformar con vivir en lugares muy alejados de los centros urbanos y los lugares donde hay empleos, escuelas, servicios de salud, comercio. Esta clase popular pierde largas horas de su vida en viajes que duran horas en transportes devoradores de su tiempo: cronófagos, los llamó Jean Robert. Su situación los vuelve vulnerables a todo tipo de peligros como la inseguridad urbana por el crimen o los problemas de salud como la pandemia de Covid 19.

En los lugares colonizados por la gentrificación crece el número de habitantes en un espacio cada vez más reducido, y aumentan también el consumo de agua, la producción de basura, la contaminación, el caos vial, el desorden urbano, la especulación con el suelo y los inmuebles.

Cuando la ciudad, la vivienda, el entorno construido y habitable se convierten en mercancía, vivir en un lugar mejor ubicado y urbanizado se vuelve prohibitivo. Ganan los grandes capitales, los especuladores, los sistemas de encarecimiento de servicios tipo Airbnb, y los políticos corruptos de todos los signos partidarios.

Las luchas y resistencias de los habitantes, pobladores, colonos y ciudadanos de cada rincón rural o urbano que se oponen a esta depredación de la ciudad y del campo: desde quienes defienden su derecho a vivir y trabajar en el Centro de la ciudad hasta quienes resisten a la invasión de sus barrios, colonias y poblamientos, más centrales o más periféricos, e incluso las luchas en el territorio rural por el agua, por los ecosistemas, como las resistencias contra los megaproyectos como el mal llamado Tren Maya, el Corredor Interoceánico en el Istmo de Tehuantepec, el Proyecto Integral Morelos y cada uno de los megaproyectos, son todas ellas luchas por el habitar, por la vida de los pueblos, contra el rey Midas capitalista de todo lo vuelve valor y especulación en un territorio sin vida, o al menos, hostil a la vida.

Lo que vivimos es, como bien señaló el arquitecto, urbanista y filósofo Jean Robert, una guerra contra la subsistencia: y en esa guerra, además de participar las grandes, mafiosas y corruptas empresas especuladoras, son usados como peones los arquitectos, ingenieros, planificadores y desarrolladores urbanos con la ideología de enchular o hermosear el territorio, limpiándolo de todo lo que para ellos afea y limita los negocios, incluida la población más pobre, los explotados, los trabajadores formales e informales y sus familias.

A la resistencia contra esa guerra, Jean Robert le llama “territorialidad” y la explica así: “”Es arraigamiento, apego al suelo y a la tierra nodriza, respeto a las tradiciones y capacidad de transformarlas de forma tradicional. Es capacidad de subsistir a pesar de los embates del mercado capitalista.” Y las complicidades con la guerra contra la subsistencia y, por lo tanto, la agresión a esa territorialidad, las enuncia así: “Hoy en día, ese contrario de la territorialidad se llama desarrollo urbano y se enseña en las universidades como diseño arquitectónico.”

En las ciudades, la lucha por la vida es también lucha por el territorio: lucha por nuestro derecho a la ciudad. En el territorio rural, la inmensa mayoría del territorio en nuestro país, la resistencia también es esencial, porque los territorios autónomos, como los de los autogobiernos zapatistas, y sus recursos como minerales, agua, madera e hidrocarburos, son codiciados por trasnacionales como FEMSA, Coca Cola, Frontier Development Group y First Majestic Silver Corp, y empresas capitalistas públicas como CFE y Pemex, según nos recordó recientemente Zózimo Camacho en Contralínea.

Esa guerra contra la subsistencia también ocasiona desplazamiento de poblaciones, por métodos criminales y paramilitares violentos, de modo que de octubre a diciembre de 2022 el desplazamiento forzado en México se incrementó en un 250%, según la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos. Asimismo, una avanzada y palanca de la guerra contra la autonomía territorial es la militarización, especialmente en los territorios de los pueblos indígenas, como lo ha denunciado el Congreso Nacional Indígena.

Hermanar esas luchas y resistencias por la vida y la territorialidad, urbanas y rurales, es cuestión ya no de ideología o estrategia, sino de sobrevivencia, ante lo avanzado de una guerra contra la subsistencia enmascarada de progresismo político militarizado.

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