Ya llevamos 99 meses sin que nuestro corazón deje de sangrar y sin que nuestros ojos se cansen de llorar. No hay descanso en nuestra vida y nuestro cuerpo ya no sabe lo que es la tranquilidad. Solo el rostro y la sonrisa de mi hijo me devuelve la energía y la esperanza para seguir adelante. El tiempo es como una cadena que me aprisiona y que me atormenta porque me hace sufrir lentamente. Mi vida solo tiene un objetivo: encontrar a mi hijo, fuera de esa meta nada tiene sentido. Todo me es ajeno, no me dice nada, porque estoy vacía y con mi mente lejos de lo que pasa en la comunidad. En la casa puedo estar porque tengo la sensación de que mi hijo en cualquier momento llegará y no quiero que se de cuenta que no lo estaba esperando. En la casa la alegría se fue desde hace 8 años. Ya no hago la comida para celebrar el cumpleaños de mis hijas y de mis hijos. El pozole ya no lo pongo como en cada navidad acostumbraba hacerlo, porque en la casa no hay navidad.
Mi historia está marcada por la oscuridad y la tristeza, por la sombra de la muerte y por el miedo de la oscuridad. Me sobrepongo a cada momento para no olvidar fechas llenas de luz como aquel martes 27 de junio de 1994 cuando recibí entre mis brazos a mi hijo en el hospital de Tixtla. En aquellos años vivía en la comunidad de Atliaca. Entre el dolor y alegría todo empezó el viernes. Había un doctor, pero ese día no quiso atenderme porque estaba en un evento político. Tuve que esperar toda la noche porque no había transporte. El sábado y domingo traté de conseguir algo de dinero para venir a Tixtla. Fue el martes cuando los dolores arreciaron y por más que me hice fuerte ya no aguanté y en los pasillos del hospital nació mi hijo querido.
Estaba sola pero llena de alegría. A pesar del accidente, todo salió bien. Me sobre puse al dolor y a la pena y me concentré en cómo cuidaría a mi hijo, ante la ausencia de su papá. Mi hijo siempre fue un chico muy tranquilo, serio y atento. Teníamos una tienda y él, a pesar de su corta edad, me ayudaba con las cuentas, pues tenía una gran habilidad para las matemáticas. De niño era muy callado, hablaba muy poco, sólo decía algunas palabras cuando quería comer y dormir. Jugaba con la tierra, sus carritos y sus yoyos. En el kínder concursó para participar en la escolta, tenía las mejores notas en la escuela. En la primaria Rodolfo A. Bonilla estuvo en el cuadro de honor. Era muy centrado en sus estudios, pero también le gustaba participar en bailables y declamaba muy bien. Tenía cuatro años cuando le regalaron una bicicleta. Esa vez anduvo todo el día en la calle con su nuevo regalo, nada más iba a la casa a comer y seguía rodando aún con las rodillas y sus manos lastimadas. Ya anochecía cuando me gritó para decirme: mamá ya puedo manejar. Su recuerdo me reanima porque siempre fue persistente en lo que se proponía hacer.
Vivía sola con mis hijos, el papá de ellos se fue a Estados Unidos. Antes Tixtla no era un lugar peligroso, los niños podían andar en las calles. Vivíamos entre los zacatales, en el campo. A menudo chaponaba el pajón porque abundaban las culebras. A los ocho años ya se encargaba de limpiar, siempre lo hacía cuando llegaba de la escuela. Aprendimos a convivir en medio de la pobreza y la soledad. Con el tiempo, sobre todo, en la secundaria Beatriz Hernández García y la preparatoria número 29, dejó de interesarse por estar en el cuadro de honor de las escuelas. Era más inquieto y tenía otras ideas de ayudar a la gente pobre. Al terminar el tercer año de la prepa empezó a trabajar de chofer. Empezó en la ruta Atliaca. Dejó de estudiar un año y durante ese tiempo se juntó con una muchacha con la que tuvo una niña. Yo fui la que lo animó para que regresara a la escuela. Le ofrecí que le ayudaría a cuidar la niña. Lo pensó y al siguiente año se animó. Hizo examen a la ciudad de México para ingeniería y en la Normal de Ayotzinapa, así como en Tenería. Terminó quedándose acá en Tixtla porque estaría más cerca de su hija. Yo estaba muy contenta porque había logrado que mi hijo continuara sus estudios y que además estuviera a mi lado para trabajar en el campo. Me siento culpable por lo que le pasó, porque mi sueño de que fuera maestro, se transformó en pesadilla. Su desaparición me cambió la vida, porque soy una madre sin hijo, una abuela cuya nieta me pregunta en todo momento cuándo va a llegar su papá. A sus 9 años quiere saber ¿quiénes se lo llevaron y por qué lo hicieron?
Ya no puedo vivir con normalidad como todas las personas veo que lo hacen. En mi mente solo gira la imagen de mi hijo y en todo momento me pregunto ¿dónde está? ¿qué le ha pasado? El día transcurre llena de penalidades y entre tumbos y lágrimas sigo esperándolo. Me aferro a su recuerdo y le prometo que nunca lo abandonaré. Con el gobierno ya también nos cansamos de andar dando vueltas y de tener reuniones que son en vano. Solo queremos la verdad, pero siempre nos salen con mentiras. Hemos visto que hay intereses muy grandes que se ponen por encima de todos para que no sepamos la verdad.
No quisiéramos estar buscando a nuestros hijos desaparecidos, pero desgraciadamente tenemos que salir a buscarlos y a exigirle al gobierno que los presenten con vida. Ya vamos a cumplir 100 meses dando la pelea contra los funcionarios y todos nos dicen que vamos avanzando. Hemos aguantado mucho y tratamos de creer lo que dicen, pero la verdad es imposible seguir así. Nos obligan a cargar una pena que daña nuestro cuerpo, que nos lastima y nos hiere el alma. Hemos resistido mucho y yo siento que ha sido posible porque nuestro amor es muy grande. Solo la muerte podrá vencernos porque ya experimentamos que nadie impedirá seguir nuestro camino.
Mis sueños me llevan a un horizonte con esperanzas. A los 43 jóvenes los he visto en los campos, en los ríos, en las cuevas, en pozos oscuros, en las mismas casas con la tristeza en sus rostros. Imagino sus gritos de auxilio, su desesperación y su angustia. En los meses de septiembre, octubre y noviembre me da por soñar mucho a mi hijo, será porque es muy fuerte el recuerdo. Una vez llegó pitando en su moto, así como lo hacía. Se miraba con mucha vitalidad, con alegría y con entusiasmo. Así era cuando llegaba de la escuela o de su trabajo. Llegaba pitando desde una cuadra antes que hasta los perros salían a su encuentro. En un sueño llegó en su moto y me dijo ya llegué mami. Yo estaba con mi hija y otro hijo: ¿es en serio que ya llegó Jorge? Sí, ya llegó, respondieron -¿qué no lo ve? Me dijo ya llegué, pero enseguida regreso porque iré a ver a mi hija. Lo que hice fue correr para darle un abrazote.
Hay un sueño, pero no lo quiero contar, esperaré porque no sé si sea verdad que se comuniquen con nosotros de esa manera. No, no puedo decir ese sueño. Han sido muchos de cuando era niño jugando, sonriendo, atento a mis pláticas. Sin embargo, este último sueño sí me dejó pensando. Como madres y padres hemos soñado en muchas ocasiones con nuestros hijos. Son señales que nos revitalizan y nos llenan de esperanza. Es un sentimiento que siempre vive en nuestros corazones y nos impulsa a seguir el camino de la verdad. Mientras no tengamos una respuesta los vamos a seguir buscando hasta que los encontremos.
Las autoridades nos dicen que van a investigar, que nos van a decir la verdad, pero en el fondo sabemos que son muchas promesas porque cuando se tocan intereses del poder militar se desentienden de las familias. Lo más seguro es que ellos saben lo qué ha pasado, pero no lo quieren decir porque están involucradas personas de alto nivel. Los militares participaron en su desaparición. En lugar de impedir que se los llevaran se coordinaron con los jefes del crimen organizado y los policías delincuentes para desaparecerlos. Las atrocidades que ha cometido el ejército en Guerrero y en Iguala, nunca han sido investigadas por las autoridades civiles, más bien los encubren y su poder está por encima hasta de los presidentes de la república. Porque tienen las armas y todo el poder para matar. Ahora en lugar de llamarlos a cuentas los premian con más presupuesto y con más poder tomando el control de la seguridad pública. El presidente de la república y el fiscal general son los grandes aliados del ejército por eso las investigaciones no avanzan y las 20 órdenes de aprehensión que había las cancelaron. Tampoco han querido proporcionar información sensible que mantienen dentro de sus archivos. Destituyeron al fiscal especial y nombraron a un funcionario ajeno al caso que responderá a los intereses del ejército ignorando nuestro reclamo como víctimas de la violencia del estado.
De nueva cuenta iremos a la basílica de Guadalupe para pedirle que escuche nuestro clamor, que nos haga el milagro de resquebrajar el muro de la impunidad, de desbaratar los pactos del silencio y de abrir los resquicios que se han descubierto en las investigaciones del GIEI para consolidar las líneas de investigación que señalan al ejército como parte de las autoridades responsables de la desaparición de nuestros 43 hijos. Como peregrinos y peregrinas de un pueblo creyente pediremos a la virgen de Guadalupe que nos de fuerzas para no sucumbir en esta lucha por la verdad. En nuestras casas no hay navidad porque en nuestro país no hay paz ni respeto a la vida, como en los tiempos de Herodes.
Publicado originalmente en la página del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan: https://www.tlachinollan.org/en-la-casa-no-hay-navidad/