Por Javier Hernández Alpízar
Al compañero Román Sánchez Núñez, in memoriam
Recién comentamos el libro de Federico Finchelstein, Del fascismo al populismo en la historia (2018), que pone de relieve el código genético común entre el populismo y el fascismo, pero también la diferencia entre ambos. “El populismo es una forma de democracia autoritaria que originalmente surgió como una reformulación de posguerra del fascismo.”
El código genético común es el autoritarismo, la relación entre líder, pueblo y nación establecida jerárquicamente, por la cual, un pueblo homogéneo, identificado con las mayorías electorales de un régimen, es representado solamente por un líder carismático y su régimen. La diferencia es que el populismo no pretende abandonar la vía electoral, sino usarla para legitimar su autoritarismo (“democracia autoritaria”), pero no pretende devenir dictadura ni exterminar violentamente a sus adversarios, aunque los demonice como antipueblo, traidores a la patria y enemigos de la nación.
Finchelstein pone el énfasis en los contextos históricos para entender los fascismos y populismos: Ambos son globales, pero tienen historias nacionales propias, se influyen recíprocamente (algunos teóricos consideran al fascismo un subgénero del populismo), pero no se pueden entender solo con teorías y conceptos puros, sino con sus concretas historias.
Recientemente apareció una muy buena síntesis histórica de dos de los fascismos europeos clásicos, los fascistas de Mussolini y los nazis de Hitler. Nos referimos al libro de José Rodríguez Labandeira, Fascismo y nacionalsocialismo 1914-1945 (ACCI, Madrid, 2020).
De manera breve, amena y bien documentada (incluso con un anexo que incluye fragmentos de sus documentos políticos), Rodríguez Labandeira resume las historias del fascismo y el nacionalsocialismo desde sus orígenes, su ascenso, su inicial éxito (arrastre de masas e instauración de dictaduras totalitarias), la segunda guerra mundial, el Holocausto, y sus finales derrotas y caídas.
Hemos visto con Finchelstein que esta derrota y descrédito de los fascismos abrió paso a su reformulación como populismo, para conducir su autoritarismo mediante los regímenes electorales (los fascismos usaron las vías electorales, pero su propósito era la dictadura y la desaparición de toda oposición).
Nos interesa ver no solamente la ruptura entre los populismos y sus antecedentes fascistas, sino también las continuidades. Especialmente el culto a la tríada líder mesiánico, pueblo, nación y el verticalismo que exige obediencia incondicional al líder mesiánico.
En el fascismo de Mussolini se explica así, según Rodríguez Labandeira: ““Más que una ideología el fascismo es una ideocracia vertebrada por la obediencia incondicional a un líder carismático al que sus seguidores le reconocen condiciones excepcionales para mandar e imponer a la sociedad decisiones infalibles y, por lo tanto, incontestables. Las ideas y consignas del líder carismático inducen una certidumbre absoluta que es asumida, como si de un dogma teológico se tratara, por la fe en sus virtudes para dirigir al pueblo en su lucha por alcanzar una meta superadora de frustraciones históricas. La síntesis es el eslogan: “credere, obbedire, combattere”…
El líder del fascismo es considerado infalible, como en el catolicismo ortodoxo se considera al papa. El esquema jerárquico es idéntico a los liderazgos carismáticos populistas. Así lo expresa el autor de Fascismo y nacionalsocialismo 1914-1945: “El Duce no es el representante del pueblo, es el alma de la nación, lo que presupone una concepción jerárquica del orden social: una minoría que por formación y aptitudes tiene que mandar, y una masa que por carecer de ellas es incapaz de auto-realizarse y no puede hacer otra cosa que obedecer.”
Y desde luego, en el caso de Hitler también hay un culto religioso al líder, consagrado en el principio nazi de liderazgo mesiánico y carismático (Führerprinzip): “El nexo de unión entre Pueblo, Partido y Estado es el Reichführer, cuyo liderazgo carismático legitima todas las decisiones políticas adoptadas jerárquicamente, desde el vértice a la base, El Reichführer, en tanto que encarnación de la voluntad del pueblo alemán, concentra en su persona el poder supremo de todas las esferas. Está por encima y es independiente de todas las instituciones y su poder es jurídicamente ilimitado, incontrolable, irresponsable e irreversible, porque no puede ser legalmente depuesto. Este inmenso poder omnipotente, omnímodo y omnisciente, que jamás nunca nadie detentó, en realidad no tiene más fundamento que la creencia en sus cualidades sobrenaturales como líder del pueblo alemán.”
Este culto al líder se puede leer incluso en los protocolos de uno de los cursos de Martin Heidegger, el seminario “Sobre la esencia y el concepto de naturaleza, historia y Estado”, del 3 de noviembre de 1933 al 23 de febrero de 1934, publicado con el título Naturaleza, historia, Estado (Trotta, Madrid, 2018): “Solo donde el líder y los liderados se vinculan a un destino y luchan por realzar a una idea surge el orden. La superioridad espiritual y la libertad se desarrollan entonces como una entrega profunda de todas las fuerzas del pueblo al Estado, como la educación mas férrea, como entrega, resistencia, soledad y amor. Entonces la existencia y la superioridad del líder se hunden en el ser, en el alma del pueblo, y de esta manera enlaza con la originalidad y pasión de la tarea que le ha sido encomendada. Si el pueblo siente esta entrega, se dejará guiar en la lucha, desarrollará y mantendrá sus fuerzas, será fiel y se sacrificará. En cada nuevo instante el líder y el pueblo se unirán con más fuerza para desarrollar la esencia de su Estado, esto es, su ser; creciendo conjuntamente, el líder y el pueblo establecerán el sentido histórico de su ser y su querer y harán frente a las dos fuerzas amenazantes de la muerte y el diablo, esto es, la transitoriedad y el declive de su propia esencia.”
Este hilo genético conductor entre el fascismo y el populismo es el que lleva a Finchelstein a definir al populismo como “democracia autoritaria”, forzando el lenguaje. Es decir, el populismo usa la manipulación electoral para legitimar su régimen, pero la estructura jerárquica con el líder carismático en el vértice y el pueblo-nación homogéneo, reducido a su base electoral dura, es totalmente una herencia fascista, así como su antiliberalismo, su intolerancia, su maniqueísmo que demoniza a todo opositor como “antipueblo” o “antipatria”, su desprecio por las leyes y la división de poderes, pero sobre todo el culto fanático a su líder mesiánico, por lo que, con otros ropajes, es un Duce o un Führer y hace valer teológica y dogmáticamente el Führerprinzip.
Más que una “democracia autoritaria” o un “autoritarismo democrático”, en continuidad con el fascismo, el populismo puede leerse como una dictadura que utiliza los ropajes de la democracia. A manera de hipótesis, al menos, hay que considerarlo. Y en esa reflexión, la lectura de libros como los de Federico Finchelstein y José Rodríguez Labandeira puede servir para documentar nuestro antifascismo y también nuestro antipopulismo.
José Rodríguez Labandeira, Fascismo y nacionalsocialismo 1914- 1945, Asociación Científica y Cultural Latinoamericana (ACCI), Madrid, 2020.