Por Javier Hernández Alpízar
“El populismo está genética e históricamente ligado al fascismo. Se podría sostener que es su heredero, un posfascismo para tiempos democráticos, que combina un compromiso limitado con la democracia y que presenta impulsos antidemocráticos y autoritarios.”
Federico Finchelstein.
Dejar clara mi posición desde el inicio, me parece esta vez más necesario que siempre. Mi ideal de democracia es una democracia radical, comunitaria, participativa, lo más directa posible. Me parece que en esto coincido con Luis Villoro, al menos según lo dice Guillermo Hurtado al hacer un retrato del filósofo mexicano:
“Pero la relación que él ha tenido con el movimiento político que surgió en 1994 con la rebelión indígena en Chiapas no tiene parangón. Villoro considera que los neozapatistas han trazado una ruta esperanzadora para reformar la política sin caer en los errores de los movimientos de izquierda tradicionales. La democracia que imagina Villoro es una democracia directa deliberativa ejercida dentro de pequeñas comunidades – pueblos, gremios, barrios –, en los cuales la asamblea toma decisiones por consenso, y en las que se han desmantelado las estructuras de dominio y exclusión o, como dicen los indios mexicanos, se manda obedeciendo.”
Una vez sentado mi ideal de democracia, hablaré de la democracia burguesa, formal, liberal, electoral, limitada, que en México está hoy bajo el ataque de un gobierno autoritario, populista, bonapartista, gobierno que está restableciendo el régimen de partido de Estado que un gran sector de la sociedad mexicana intentamos desmantelar durante al menos la segunda mitad del siglo XX y las primeras décadas de este siglo y milenio.
Comenzaré enunciando mis conclusiones y luego diré las razones que tengo para opinar y pensar así: Yo viví en el México del siglo XX, en el que eran una y la misma cosa Estado, gobierno, partido oficial, presidente, bandera y patria. No quiero que además de todos los males que ya padecemos, vuelvan a ser lo mismo todas esas palabras, además de otras como Ejército, Marina y Guardia Nacional. Por ello, la gente que se moviliza por la democracia electoral, formal, liberal, merece todos mis respetos.
Esa opinión tiene algunos corolarios como:
Se necesita ser un fanático, un mercenario o un mentiroso (o las tres cosas juntas) para decir que las miles de personas que se concentraron en el Zócalo para defender esa democracia electoral fueron a “defender a García Luna”. Decir que todos los que abrazaron la causa “mi voto no se toca” son “corruptazos”, “defensores de Calderón”, es una falacia como cuando Donald Trump dice “todos los mexicanos son criminales”.
Demonizar a toda oposición o disidencia es una semilla de totalitarismo. Cada vez que los fanáticos de un líder mesiánico de masas calumnian a un movimiento que no se les subordina, como han hecho con el EZLN, con el CNI, con el Movimiento por la Paz o con las feministas, están apuntalando la tríada teológico política compartida por fascismos y populismos: líder = pueblo = nación. Triada potencialmente totalitaria que excluye a todo el que piense distinto como “antipueblo, antipatria, traidor”, aunque lo disfrace de otros epítetos como “corruptazo”, “conservador”, “adversario”.
“Históricamente, el populismo posfacista revitalizó una concepción autoritaria de la democracia y la tradujo a un régimen fundado en un imaginario fascista”. Eso expresa Federico Finchelstein en su libro Del fascismo al populismo en la historia, publicado en 2018.
Como lo publicó en el año en que ganó las elecciones y ascendió al poder el actual líder carismático populista en México, Finchelstein no analiza el caso del actual régimen mexicano. Pero la descripción de los populismos como el peronismo y su deriva kirchnerista, el trumpismo, el bolsonarismo, los populismos neoliberales como Bucaram, Menem o Berlusconi, sean antiliberales, neoliberales, de derechas o de izquierdas, y en todo el mundo, revela que comparten una misma forma de operar que incluye forzar los límites de la democracia electoral e instalar dentro de ellos un autoritarismo “democrático” lo más parecido posible a una dictadura de inspiración fascista, si no en la violencia y el genocidio, sí en el fanatismo religioso como vínculo entre el líder- mesías y el pueblo obediente- creyente.
Más allá de las opiniones de Finchelstein, quien mantiene una definición oxímoron del populismo como “democracia autoritaria”, a mí me parece que fueron muy atinados los análisis que desde las movilizaciones contra el desafuero de AMLO de 2005 avanzó Adolfo Gilly, quien apostó por una izquierda no subordinada al ver el imaginario fascista que evocaba el líder, las masas, el águila como símbolo nacionalista, en las movilizaciones pro- Obrador. El otro análisis es el que hizo el EZLN, en 2005-2006, al decir que los intelectuales que cobijaban el liderazgo de masas de Obrador estaban dando calor al “huevo de la serpiente”.
La eclosión de ese neo-fascismo rebautizado como populismo en las aguas de la democracia electoral está hoy en todo su esplendor y pretende capturar la organización de las elecciones regresando a los tiempos del partido de Estado. Me parece ver reflejado el actual régimen en esta descripción del populismo escrita por Finchelstein: “un autoritarismo modernizado que transformó la tradición dictatorial del fascismo clásico en una forma antiliberal e intolerante de democracia.”
Me parece que la “democracia” de partido único, líder único y pensamiento único es muy lejana de mi ideal democrático de “mandar obedeciendo”, porque como describió atinadamente Adolfo Gilly, en el obradorismo como movimiento de masas la legitimidad se invierte y pervierte: no es legítimo el líder por obedecer al mandato de las masas, sino que cada militante que lo apoya es “legitimo” por obedecer al líder. Por ello, el líder puede hacer políticas completamente contrarias a lo que prometió en campaña, como militarizar el país, perseguir migrantes, apoyar a Trump, etcétera, y, en lugar de reclamarle, sus seguidores abandonan sus principios y lo secundan.
Muchos de ellos han abandonado sus banderas de izquierda y se han dedicado a defender lo que decían que cambiarían, como en el poema de José Emilio Pacheco, “Antiguos compañeros se reúnen”: “Ya somos todo aquello, / contra lo que luchamos a los 20 años”.
Con los miles de ciudadanos que han protestado por el intento del régimen obradorista de capturar la democracia electoral podemos tener muchas diferencias, pero al menos ellos no son seguidores fanatizados de un líder carismático, y su disidencia es una ráfaga de aire fresco en el país de un solo hombre y su estilo personal de calumniar.
Por ello, si luchamos por la democracia, no podemos ahora cruzarnos de brazos ante la resurrección del partido de Estado que, pintado con nuevos colores, se propone instaurar otros 70 o más años de “dictadura perfecta” (como dijera Vargas Llosa de la priista) o como la llama Finchelstein: “un autoritarismo modernizado que transformó la tradición dictatorial del fascismo clásico en una forma antiliberal e intolerante de democracia”.