Por Javier Hernández Alpízar
En “La muerte del dragón” o “La matanza del dragón”, cuento de Dino Buzzati (1939), un grupo de personas modernas matan a un dragón, pero no es una historia épica, heroica, fantástica ni siquiera un relato de aventuras, sino una antiépica, un relato que comienza con la expectativa de una aventura y termina con personajes avergonzados que han cometido un crimen de lesa naturaleza.
Una de las posibles lecturas del cuento de Dino Buzzati (1906-1972) es como una alegoría de la modernidad, como en la Dialéctica del Iluminismo de Theodor Adorno y Max Horkheimer, culminación de un proceso de desencantamiento del mundo (proceso de larga duración cuyo comienzo remiten al Ulises de la Odisea). Recordemos que el dragón, monstruo maligno en Occidente, es en Oriente un ser sagrado relacionado con el bienestar y la buenaventura, la naturaleza. Incluso Quetzalcóatl, suerte de dragón mesoamericano, es la tierra, la madre naturaleza divinizada, fuente de vida, cultura y civilización.
El hombre moderno, con el capitalismo, la industria, la técnica o la tecnología, la secularización, el laicismo, el positivismo (empirismo, racionalismo, cientificismo) y el progresismo liberal, destruye lo sagrado. Como enfatiza Marshall Berman en Todo lo sólido se desvanece en al aire, título tomado de un texto del moderno y modernista Karl Marx (y Engels, Manifiesto del Partido Comunista): lo sagrado retrocede ante la mercantilización de la vida moderna, de todo lo existente. Dice Walter Benjamin: pierde su “aura”.
Aunque lo sagrado es desterrado por la modernidad capitalista, aparece de manera espuria en la sacralización- fetichización de la mercancía, el dinero, el capital, el mercado, las finanzas. Michael Löwy (Guerra de dioses, religión y política en América Latina) señala que siempre que Karl Marx usa metáforas para enunciar el fetichismo del dinero y la mercancía se refiere al Becerro de Oro, Moloch, Mammón, ídolos de la Biblia, como Thomas Hobbes recurrió al Leviatán, monstruo del Antiguo Testamento, para nombrar al Estado, dios mortal.
Sin embargo, así como los personajes de Dino Buzzati matan al dragón, el nihilismo moderno emerge de la muerte de Dios (frase tomada de un himno luterano, vía Hegel, por Nietzsche). Mueren lo divino, lo sagrado, lo feérico incluso, aunque piadosamente, en el cuento “Nuestra señora de las golondrinas”, Margarite Yourcenar hace a la Virgen María perdonar a las hadas, seres inocentes, de la santa ira de un fanático anti ídolos precristianos, convirtiéndolas en golondrinas (Cuentos orientales).
Con la muerte de lo sagrado, el desencantamiento del mundo y la secularización, las religiones se vuelven mercancías en competencia o cómplices de los poderosos: el catolicismo de los conservadurismos y el calvinismo del “espíritu del capitalismo” (Max Weber.)
En el mundo contemporáneo imperan el nihilismo (Nietzsche), el olvido del ser y del habitar (Martin Heidegger), el olvido de la arquitectónica, la grandeza y lo poético (Karel Kosík), el desarraigo (Simone Weil), la contraproductividad y pérdida de la convivencialidad, e incluso el desencarnar del cuerpo en un mundo más abstracto, en la era de los sistemas (Iván Illich, Jean Robert, en La era de los sistemas en el pensamiento del Illich tardío). La ciencia, el arte y la filosofía modernos no pueden contestar a las preguntas que inquietan al ser humano, las preguntas por el sentido de la vida, de la muerte, de la existencia, como subraya Ernesto Sabato en Hombres y engranajes.
En lugar del ser predomina el tener, y en lugar de la biofilia, la necrofilia del amor al dinero. (Erich Fromm).
En términos del habitar, el ser humano deja de relacionarse con las cosas, las rebaja a objetos (abstracciones, extensiones matematizables y calculables), para el ser humano las cosas pierden entidad, ya no se pregunta por el ser del ente (Heidegger), sino por objetos y abstracciones: no lugares sino “espacio”. En lugar de seres nos relacionamos con enseres, como si todo pudiéramos producirlo (valor) y no hubiera nada natural (cósico, “valor de uso”, coincidirían Marx y Heidegger, según nos recuerdan Bolívar Echeverría y Pablo Veraza).
Ante este olvido del ser, de la historia, la esencia del lenguaje, la esencia de la verdad, del valor de uso y la cultura, impera el desarraigo, promovido por el colonialismo y el predominio del dinero. Esta pérdida de raíces, indicó Simone Weil, deja a los pueblos a merced de demagogos, líderes carismáticos y mesiánicos (otro retorno espurio de lo pseudo sagrado), fascistas o populistas. La masa necesitada de dirección que estudió Elías Canetti (Masa y poder).
Como nos recuerdan Iván Ilich y sus compañeros de reflexiones (Jean Robert, Gustavo Esteva, Javier Sicilia…), lo sagrado ayudaba a poner límites, fronteras, a las herramientas y tecnologías, al “desarrollo”. Sin límites, se pierde la convivencialidad y, en la contraproductividad, los medios se vuelven fines en sí mismos y mediatizan al fin. Ya no es el sábado para el ser humano, sino el ser humano para obedecer ciegamente el mandato del sábado: las leyes esclavizan a los seres humanos, los sistemas quitan autonomía a los seres humanos, la economía (productora de escasez y heteronomía) hace la guerra a la subsistencia (Illich y Robert).
La mayoría de estos autores vindican la vuelta del respeto a lo sagrado (y aún a lo divino): Weil, Heidegger, Illich.
Martin Heidegger espera otro inicio, desde el concepto de los presocráticos del ser como physis. Serenidad, escucha, silencio, espera del ser, y libertad: dejar ser, son meditaciones que procuran ese inicio.
María Corbí (El conocimiento silencioso) escribió que aunque ya no podamos creer en los libros sagrados, podemos aprender de ellos a silenciar nuestro yo para estar ante lo que, simplemente, es, y desarrollar así la “cualidad humana”.
Desde el misticismo, Simone Weil opina que la sabiduría del cristianismo y de los griegos está presente en las tradiciones místicas y sagradas de muchos otros pueblos: India, China, Egipto… Hace poco señalábamos, citando a Pablo Veraza, que Heidegger pensó en otros inicios, no solo desde los griegos sino desde otros pueblos del mundo, India, China, sabiduría judía. Agregamos: los saberes de los pueblos indígenas del mundo.
Luis Pescetti opina que necesitamos eso que, ante un viejo árbol, hacen los personajes de la película de Hayao Miyazaki Mi vecino Totoro: orar.
Incluso Fernando Savater opina que lo sagrado es necesario para pensar en una emancipación, como la anarquía deseada (Para la anarquía y otros ensayos).
Tal vez, si no podemos, de buenas a primeras, volver a creer en dioses, sentir y respetar lo sagrado, al menos podemos comenzar por no idolatrar, no sacralizar el dinero y el capital.
Ni siquiera “el dinero del pueblo” es sagrado: sacralizar el dinero es necrofilia (Erich Fromm).
Pensó Simone Weil: “tengo que ser atea con esa parte de mi alma que tiende a hacer de Dios un ídolo”.
¿Es posible una espiritualidad (cualidad humana, antropológica) sin dioses? ¿Una futura humanidad volverá a respetar lo sagrado?
Siendo ateos e iconoclastas respecto a los falsos dioses, el dinero, los líderes carismáticos, tal vez limpiemos el camino para quienes sí puedan tener acceso a lo sagrado (la existencia, la vida, la naturaleza, ¿Gaia?, ¿dioses?).
Si nosotros no, lo sagrado sí lo respetan los pueblos y comunidades indígenas y campesinas del mundo que aún aman y veneran a la Madre Tierra, la Pachamama, la Madre Ceiba, las Diosas.
Si no aspiramos a ello, al menos derribemos los ídolos: Becerros de oro, Moloch, Leviatanes, falsos mesías.