Hotel Abismo: De cómo el capitalismo vacía de sentido nuestras vidas

Por Javier Hernández Alpízar

Los medios libres han tenido muchas veces sus dosis, sus momentos de intensa filosofía o teoría crítica. Como aquel fanzin que explicaba “Alienación: fenómeno que consiste en la introducción de un alien en una persona, a causa de lo cual nace consumiendo, crece consumiendo y muere consumida”. O el nombre del programa de la Ke Huelga que rezaba; “Me estás matando suavemente con tu capitalismo”, y en esa misma radio, su cuña que decía: “No odias los lunes, odias el capitalismo”.

Hoy que el capitaloceno tiene al planeta Tierra como un comal ardiente calentándose aún más al sol, podemos reflexionar en cómo el capitalismo vacía de sentido nuestras vidas.

Así lo expresó Terry Eagleton, en su libro El sentido de la vida, haciendo una analogía entre los conceptos de Karl Marx, capital e ideología, y de Arthur Schopenhauer, Voluntad y conciencia:

Si la cuestión del sentido de la vida parece apremiarnos en una situación como la actual, ello se debe, entre otras cosas, a que todo este proceso de acumulación es, en última instancia, tan vano e inútil como la Voluntad schopenhaueriana. Al igual que la Voluntad, el capital adquiere un impulso propio, su existencia se justifica principalmente por sí misma y utiliza a los individuos como instrumentos de su propia evolución ciega. Comparte asimismo algo de la taimada astucia de la Voluntad, ya que persuade a los hombres y a las mujeres que emplea como instrumentos y herramientas suyos haciéndoles creer que son valiosos, únicos y autónomos. Schopenhauer llamaba Conciencia a ese engaño: Marx lo denominó ideología.”

Tal como la Voluntad schopenhaueriana era la verdadera protagonista que se ponía a sí misma como fin usando a los seres humanos, por ejemplo, para procrear nuevas vidas, mediante el engaño llamado “conciencia”, por ejemplo, en el enamoramiento; así el capital se ha puesto a sí mismo como sujeto (por ejemplo, la Corporación como persona moral, con derechos, de propiedad, de negocios, y tratados internacionales como metaconstituciones que se los garantizan y fuerzas armadas que vigilan por sus intereses) y como fin en sí mismo, usando a los trabajadores como instrumentos, como medios, e incluso como meros insumos, casi materia prima, para sus negocios, mediante un extractivismo desaforado que saca raja de todo: materia, energía, cuerpos y almas, ADN e ideas.

No es que la vida tenga ya un sentido, sino que la existencia humana solía estar abierta, y el ser humano siempre se veía “condenado a ser libre”, a elegir entre posibilidades de ser, de comportarse, de vivir, de actuar, de comprometerse. Sin embargo, el capitalismo cancela esas posibilidades reduciéndolas a una sola, con su distopía, antiutopía o sociedad del espectáculo, puesta en escena del fetichismo de la mercancía, por la cual hace creer al consumidor que él es la causa última para la cual se produce toda una cantidad industrial de mercaderías: el cliente tiene siempre la razón, y mientras pague, manda.

Como la Voluntad schopenhaueriana, el capital engatusa mediante la ideología (libre mercado) al consumidor para vivir consumiendo y morir consumido (cuando ha sido exprimido como un limón, dejando al capital todo el plusvalor posible).

Entonces, cada vez que un ser humano se incluye en el capitalismo y toma sus decisiones (triunfar, ganar, emprender, ganar, acumular, consumir) es vaciada de sentido su vida porque su productividad es explotada, enajenada e incluso alienada por ese extractivismo voraz del capital y del “imperio de la técnica”. La salud mental, la salud física, toda salud es quebrantada por esos procesos de esclavitud y tiendas de raya disfrazadas de créditos y tarjetas de crédito.

Como han explicado diversos autores (Weil, Marx, Heidegger, Illich, Robert, Kosík, Fromm…) esto desarraiga al ser humano, lo separa de su verdadero ser poiético, social, creativo, comunitario, espiritual, cultural, y lo convierte en un medio o instrumento subordinado a la maquinaria, al sistema, La imagen de Chaplin devorado por el engranaje de la fábrica en Tiempos modernos lo ilustra bien, o los versos de Rodrigo González: “no tengo tiempo de cambiar mi vida / la máquina me ha vuelto una sombra borrosa”…

Y para quien no está incluido, para quien es de “los que sobran”, los prescindibles, el desempleado, clandestino e ilegal (cantó Manu Chao), el desarraigo es proporcional a la necesidad de ser incluido para sobrevivir, para que no lo mate el hambre o la guerra contra los pueblos, contra los pobres, la contrainsurgencia permanente como guerra de cuarta generación. La guerra contra la subsistencia que explicaron Iván Illich y Jean Robert.

El único sentido posible que aún pueden construir las personas, hombres y mujeres de carne y hueso, colectivos, comunidades, culturas y pueblos es la rebeldía. Cuando el planeta entero se ha convertido en un campo de concentración, trabajo forzado y exterminio, se llenan de luminoso sentido las palabras de Julius Fucik, el periodista checo ejecutado en un campo de exterminio nazi: “Hemos vivido por la alegría; por la alegría hemos ido al combate y por ella morimos. Que la tristeza no sea unida nunca a nuestro nombre”.

Construir un sentido de vida es rebelde, es colectivo, es un empeño contra el sistema, es antisistémico.

Sin embargo, a quienes están construyendo sentido, y opciones frente al sistema, no solamente se les acorrala mediante guerras contrainsurgentes, también se pretende arrebatarles sus banderas, símbolos y consignas, así como personeros del actual gobierno colonial, militarizado y contrainsurgente se atreven a robarse frases como “Mandar obedeciendo”, “El corazón rebelde de la patria”, “Nunca más un México sin nosotros”. Como la alegría, también la memoria es resistencia. Que la desmemoria y la traición no sean unidas a nuestro nombre.

 

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