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Hotel Abismo: Lengua y cultura: las palabras en la lucha por la hegemonía

Por Javier Hernández Alpízar

In ayahuitl, in poctli. Niebla y humo. Fama.

(Diccionario del náhuatl en el español de México)

A Enrique Dussel, in memoriam

Una de las fuentes de los impulsos en la formación de Antonio Gramsci para elaborar su concepto de “hegemonía” es su estudio de la lingüística, previo a sus lecturas de Marx y Lenin. Según Diana Fuentes (“Cultura y lenguaje en Antonio Gramsci: apuntes para una hermenéutica de la hegemonía”), Gramsci maduró una serie de ideas sobre cómo una lengua prevalece sobre otras, en una compleja combinación de imposición de la autoridad y de aceptación activa por parte de quien adopta elementos de una lengua y cultura diferentes a la propia. De ahí que la “hegemonía” no sea mera imposición, fuerza y poder vertical, sino que tenga su momento de consenso y haya una aceptación, aquiescencia, activa por parte del hegemonizado.

Así lo dice Diana Fuentes: … “Bartoli destacó que las formas de “competencia”, el “contacto” y los centros de “irradiación” entre dos o más lenguas están relacionadas con el poder cultural, es decir, con la forma en que se impone una cultura, ya sea, dice él, por las armas o por la fascinación y el prestigio –fascino/ prestigio—, provocados por el espíritu de superioridad de otro pueblo. Consideró, además, que esta otra forma de poder cultural –fascino/ prestigio— tiene como rasgo característico la aquiescencia frente al dominio, es decir muestra un carácter activo de parte de aquél que asimila las costumbres y los modos de pensamiento distintos a los propios. Esta es la razón que ha llevado a investigadores actuales, Lo Píparo, De Mauro, y en otro sentido, a Ives y a Boothman, entre otros, a considerar que ésta es la fuente de la que proviene el sentido del concepto de hegemonía en el pensamiento gramsciano más allá de su innegable extracción leninista.”

Gramsci criticó la idea de imponer el toscano como lengua oficial en Italia y de adoptar el esperanto como lengua franca de los socialistas, pues, según él, ambas propuestas desconocen el modo como las lenguas evolucionan realmente, como los seres vivos.

Los elementos tomados por Gramsci de sus lecturas sobre el modo en que los idiomas o las lenguas interactúan, “compiten” y se superponen una por encima de otras, le permiten salir del acartonado marxismo de la “ideología” como “superestructura” y valorar la lengua (palabras, idioma, habla), así como la cultura, como visiones del mundo que permiten una hegemonía, al lograr no sólo por la dominación, sino por la fascinación y el prestigio, la aceptación activa de quien asume lo hegemónico. En la filosofía de la praxis, las palabras, las ideas, producen poder, hegemonía.

Pensemos por ejemplo en el prestigio de lo español o lo francés durante el virreinato o el porfiriato, así como la fascinación y el prestigio de lo estadunidense y la lengua inglesa en el actual periodo industrial, capitalista, hegemonizado por los Estados Unidos. Los pueblos árabes pueden odiar sinceramente a Estados Unidos y su bandera, pero permiten a sus niñas y niños jugar con barbies o con muñecos de Supermán, Batman o la Mujer Maravilla, que parecen inocentes juguetes pero portan el prestigio del “american way of life”.

Sin embargo, la hegemonía no es unilateral, no solamente domina verticalmente de arriba a abajo, sino que las “clases subalternas” aportan elementos que modifican a la lengua y cultura hegemónica: por ejemplo, los nahuatlismos y otras palabras originarias de las lenguas o idiomas de los pueblos nativos americanos en el castellano. O la influencia de la música y la cultura de La India en el grupo originario de la ex metrópoli, Gran Bretaña, The Beatles.

Asimismo, incluso en la dominación sobre lenguas de pueblos conquistados o colonizados puede haber políticas que impongan el sentido de ciertas palabras con fines de dar o restar legitimidad a una idea.

Un ejemplo que aporta Carlos Montemayor es la voz caribe “cacique”, de la cual explica: “Para evitar el uso de Señor o Señores de los pueblos y salvaguardar el sentido de la palabra señor como solamente privativo de la jerarquía de la Corona, la Iglesia, o la religión cristiana, se impuso el nuevo término como resultado no de la vitalidad de la voz sino como política de lenguaje. Esta “distorsión” semántica, esta obligación de incluir una voz indígena por encima de otras, no tuvo origen o motivación “lingüística” propiamente dicha, sino política: mantener como un tipo marginal o inferior de autoridad a los “señores” de los pueblos indígenas, sentido que hasta la fecha tiene la voz [“cacique”] como autoridad ilegítima o de facto, fuera del orden constitucional de las modernas repúblicas.” (“El náhuatl en el español de México, Fundamento métodos y criterio del presente diccionario”, en Montemayor (coord.), Diccionario del náhuatl en el español de México.)

De manera que el conflicto por la hegemonía, siempre en disputa, pasa por toda la cultura, en el más amplio sentido de la palabra, y especialmente por la lengua, el habla, el idioma, palabra por palabra. Nombrar es poder. Como pensaba Ernesto Cardenal, se puede asumir la poesía como el deber de desmentir a las agencias internacionales (imperiales) de prensa. Así como importa definir “cacique” o “señor”, importa definir la belleza, el terrorismo, la paz, la guerra, la autonomía, el derecho, el arte e incluso los nombres de personas, lugares, enseres, plantas y animales, porque están en lucha cosmovisiones enteras.

Que la hegemonía no es un poder cómodamente instalado y sin rivales sino un campo en perenne disputa lo explica muy bien Rhina Roux (“Subalternidad y hegemonía, Gramsci y el proceso estatal”): “Lo que aquí se propone es comprender la hegemonía, usualmente entendida como sinónimo de “ideología dominante” o de “consenso”, en términos menos esencialistas y más procesuales y dinámicos: como un vocablo que permitió a Gramsci conceptualizar el conflictivo proceso político y cultural de conformación de una relación estatal, así como su disputada y frágil reproducción en las prácticas cotidianas, el lenguaje y las mentalidades.”

En las prácticas cotidianas, como dice Slavoj Zizek, sin necesidad de “creer” en una ideología, por ejemplo, la del dinero, basta que lo usemos todos los días “como si creyéramos” y la ideología prevalece. El lenguaje y las mentalidades: basta que nos avergoncemos de las lenguas indígenas o de los “usos y costumbres” (es decir, normatividades, moral, cultura) indígenas para que vayamos sucumbiendo a la fascinación y el prestigio de lo que tiene origen español, francés, inglés, estadounidense, etcétera, por encima de lo nahua, lo maya o lo quechua. Así podemos ir introyectando la “inferioridad” de nuestro color de piel, vestimenta, modo de construir viviendas o de pensar, o bien, recuperar el orgullo de ser, como la comunidad afroamericana (Black is Beautiful) o la chicana (Brown is Beautiful), o la hoy combatiente comunidad otomí en la Ciudad de México.

Pero también está la resistencia soterrada, camuflada, vestida de eclecticismo, sincretismo, aunque sea vista desde arriba como mero folklor. Palabras, metáforas, símbolos, representaciones, imágenes, ideas, giros idiomáticos, bordados, canciones, refranes, adivinanzas, rezos, saberes, leyendas, mitos… cada construcción cultural y lingüística puede tener su peso en la disputa por la hegemonía, desde los casos obvios de cómo se cuenta la historia patria o historia nacional y cómo se enseña la lengua materna o lengua patria hasta las más sutiles distinciones literarias, científicas, filosóficas o teológicas: disputamos cómo es el mundo, cómo lo nombramos, cómo lo conocemos, el lugar y el destino que tenemos en él.

Aceptamos la hegemonía actual, pero también aportamos elementos para una nueva correlación de fuerzas, para una posible futura hegemonía que ya no sea de ellos sobre nosotros, sino, ¿por qué no?, de un nosotros libre.

Una disputa central por la hegemonía hoy es si prevalecerá una cultura de vida, de biofilia, o una cultura de muerte, el necropoder, la necrofilia, el dinero, las armas y la guerra. Negar la legitimidad de la violencia homicida y llamar a los genocidios por su nombre es parte de esa lucha por palabras e imaginarios que significan vida o muerte: futuro o fin y cancelación del futuro.

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