“Lo que define nuestra cultura como moderna es el hecho de que, desde fines del siglo XV, la producción y la circulación de las formas simbólicas han estado creciente e irreversiblemente atrapadas en proceso de mercantilización y transmisión que ahora poseen un carácter global.”
(John B. Thompson)
La cultura en el mundo moderno no puede ser vista como una actividad, una obra, una creación, o un patrimonio neutral, abstraído del contexto histórico y social, en una sociedad jerarquizada, atravesada por relaciones asimétricas de dominación y subordinación, de explotación y de opresión.
John B. Thompson acepta de la antropología cultural su concepción de la cultura como formas simbólicas, como fenómenos que tienen principalmente un carácter de significación en el proceso de su producción y de su recepción. Pero complementa esa idea construida por Clifford Geertz (sobre algunas nociones de Paul Ricoeur), con la aceptación de un contexto socioespacial y estructural: social, es decir, en relaciones de poder importantes para comprender la cultura.
En nuestro caso, se trata de la cultura moderna porque, del siglo XV a la fecha, en un proceso creciente, la cultura ha sido mercantilizada y mediada por instituciones y por procedimientos tecnológicos que la atraviesan en su proceso de producción y recepción, a más de hacerla un fenómeno complejo, inserto en las relaciones de dominación y subordinación, así como en resistencias de las clases y grupos subalternos a esa dominación. Por lo cual, la cultura está plenamente involucrada en el proceso de reproducción de la ideología y de la disputa por ella, es decir, en la disputa por la hegemonía. La cultura, entonces, no es apolítica, sino que está atravesada por las relaciones de poder, de dominación y de resistencia, de hegemonías y contrahegemonías.
“El surgimiento de la comunicación masiva –escribió John B. Thompson– se puede entender como la aparición en la Europa del siglo XV y comienzos del XVI de una serie de instituciones relacionadas con la valoración económica de las formas simbólicas y con su circulación extendida en el tiempo y el espacio. A partir del rápido desarrollo de estas instituciones y de la explotación de nuevos recursos técnicos, la producción y circulación de las formas fue mediada cada vez más por las instituciones y los mecanismos de comunicación masiva. Este proceso irreversible de mercantilización de la cultura acompañó el surgimiento de las sociedades modernas, las constituyó en parte y las definió, también en parte como modernas.”
La competencia e interacción entre formas simbólicas (cultura) forma parte de la disputa por la hegemonía. No hay así dialecto, conversación, relato o texto periodístico, académico, literario o producción artística que no necesite, para ser comprendido, ponerse en relación con la estructura asimétrica, jerárquica, excluyente, de la sociedad moderna. Es decir, hoy ningún análisis de la cultura puede prescindir de verla y leerla inserta en las relaciones de poder que prevalecen en la sociedad actual.
De esta manera, Thompson retoma con nuevos enfoques algunas preocupaciones clásicas de la teoría crítica (Adorno y Horkheimer, Marcuse, Fromm, Benjamin), tratando de hacer justicia a la complejidad del tema, por ejemplo, recurriendo al concepto de “campo” de Pierre Bordieu, para ubicar en él a los actores, productores y receptores de bienes culturales, y su interacción en la disputa por recursos y “capitales”, tanto económicos como simbólicos, es decir, el valor económico que se le atribuye o reconoce a los productos culturales y el valor o negación de valor en términos de legitimidad o prestigio de producciones culturales entre los actores que comparten y diputan en el campo social respectivo a la cultura.
Y recordemos que prestigio es una de las formas de entender que algo es hegemónico. La disputa por el prestigio, de discursos, textos, obras, puestas en escena, músicas, es parte de la disputa por la hegemonía (ser popular, conocido, famoso, aplaudido, deseado, aprobado) y obedece no solo a leyes de mercadotecnia, sino también a luchas ideológicas, por caso: exaltando al individuo y su irreductibilidad, según la ideología burguesa liberal, o proponiendo lo colectivo y lo comunitario, lo común.
Así por ejemplo, la arquitectura y el urbanismo estándar promueven la vivienda unifamiliar y, con ello, la familia nuclear (“la familia pequeña vive mejor”), en detrimento de la familia extensa (que puede incluir abuelos, tíos, sobrinos, primos…) para perpetuar la fragmentación individualista. Y en lo urbano, la arquitectura y el urbanismo hostil, que mediante picos metálicos y recursos semejantes impiden el uso de bancas, parques o espacios abiertos como espacio público, Por ejemplo, poniendo jardineras en las plazas públicas u otros objetos que la inutilicen para la reunión masiva de protestas, manifestaciones, mítines de grupos indígenas, mujeres, trabajadores, o actividades económicas populares, como tianguis y mercaditas.
La defensa del espacio público como patrimonio cultural de todos (común) va a contracorriente de esa hegemonía de lo privado y excluyente, a promover el valor de uso por sobre el valor de cambio y promover lo público y colectivo por encima de la privatización o el uso patrimonialista de la ciudad y el territorio por un gobierno o partido.
Es solo un ejemplo posible, porque la cultura siempre está en el ojo del huracán de la disputa por la hegemonía en internet y redes digitales, cine, radio, televisión, libros, revistas, cómics, canciones, bailes, teatro, murales, carteles, graffiti, adivinanzas, chistes, giros idiomáticos, maneras de vestirse o peinarse, desde lo masivo hasta los nichos minoritarios de productos “de culto”.
John B, Thompson, (2002), Ideología y cultura moderna, Teoría crítica social en la era de la comunicación de masas, México, UAM Xochimilco.