Por Javier Hernández Alpízar
“Ante la magnificencia de una pirámide maya o inca, de palacios coloniales, cerámicas indígenas de hace tres siglos, o la obra de un pintor nacional reconocido internacionalmente, a casi nadie se le ocurre pensar en las contradicciones sociales que expresan. La perennidad de esos bienes hace imaginar que su valor es incuestionable y los vuelve fuente del consenso colectivo, más allá de las divisiones entre clases, etnias y grupos que fracturan a la sociedad y diferencian los modos de apropiarse del patrimonio.” (Néstor García Canclini)
La hegemonía puede ser entendida como una relación, compleja, en disputa, en la cual los subalternos no son pasivos, sino que aceptan activamente y modifican, al apropiársela, la cultura dominante, creando intersticios que constantemente se modifican, dando y tomando signos y significaciones, y resignificando lo que reciben.
En un campo de interacción así, la cultura popular no permanece estática e inalterada, pues migra de lo rural a lo urbano; vende en los mercados que le abren puertas; modifica sus diseños, colores y apariencias para llegar a nuevos consumidores y compradores. Sí, ya es también una mercancía que compite.
La influencia de los procesos industriales, la economía de mercado, las políticas culturales nacionalistas, populistas o neoliberales del Estado, no dan forma unilateralmente a las actividades y productos artísticos de los grupos subalternos, sino que influyen en ellas, poderosamente, por ejemplo con las tecnologías y los medios de comunicación masiva o las formas de mercadeo.
Sin embargo, los artistas-artesanos e incluso los consumidores de actividades, rituales, fiestas y productos significantes también actúan, producen y modelan una siempre cambiante cultura que acusa la ambigüedad, la diversidad de fuentes, pero sigue siendo apropiada en espacios barriales urbanos y rurales como popular.
Las disciplinas que han estudiado la cultura popular, la antropología, la sociología y los estudios de la comunicación, han hecho muchas aportaciones y acarreos parciales, pero la complejidad de la cultura popular en el contexto moderno, industrial, de mercado, con Estados que necesitan la cultura popular para la afirmación de una sociedad- pueblo nacional, requiere abordajes que desborden los límites disciplinarios y traten de reintegrar la totalidad compleja del fenómeno y su inestabilidad, su permanente mudanza.
“Parece que los antropólogos tenemos más dificultades para entrar en la modernidad que los grupos sociales que estudiamos.” (García Canclini)
No obstante, la constante confluencia de lo masivo y mediático con lo popular no asegura que no haya ganancias y pérdidas al modernizarse. Por ejemplo: en la política la mercadotecnia puede ir sustituyendo la participación de los ciudadanos:
“Intervenir en una campaña electoral requiere la inversión de miles de millones de dólares, adaptar la imagen de los candidatos a lo que recomiendan los sondeos de opinión, reemplazar el contenido político y reflexivo de los mensajes por operaciones de estilización del “producto”. Los carteles, uno de los últimos géneros del discurso político que hasta hace poco simulaban la comunicación artesanal y personalizada, hoy son diseñados por agencias de publicidad y pegados por encargo: éste es quizás el síntoma más patente de la sustitución de la militancia y la participación social directa por la mercadotecnia. Como estas acciones (la cirugía estética del candidato para mejorar el perfil, el cambio de anteojos o vestimenta, y lo que cobran los comunicólogos que lo aconsejan) son difundidos por los medios como parte del espectáculo preelectoral, se produce lo que llamaremos una desverosimilización de la demagogia populista. Está pérdida se potencia, desde luego, con la caída de representatividad y credibilidad de los partidos por su ineficiencia para enfrentar la crisis.” (García Canclini)
Y está reducción de participación puede ser compensada ilusoriamente con más mediatización, un bombardeo de información que la simule: “Cuando los problemas parecen insolubles y los responsables incapaces, se nos ofrece la compensación de una información tan intensa, inmediata y frecuente que crea la ilusión de que estamos participando.” (García Canclini)
La participación ciudadana es entonces simulada: “Esta puesta en escena de lo popular ha sido una mezcla de participación y simulacro.” (García Canclini)
Más allá de aceptar, o no, el concepto de “híbridas” para las culturas populares, nos importa rescatar que no todo es pérdida con su modernización o su incursión en el mercado (para que los artistas compitan para reproducir su vida). Las culturas populares pueden mantener un fondo, una reserva moral de resistencia, de dignidad, de rebeldía, que no se deja asimilar pasivamente como patrimonio de las fuerzas del mercado y el Estado.
Un elemento en permanente disputa por la hegemonía son las culturas populares, sin purezas, sin fanatismos: tal como el folklor, por ejemplo el son jarocho o el huasteco, pueden incluir instrumentos eléctricos, al mismo tiempo que letras que aventuran una crítica social o política más o menos explícita. Incluso una canción “para niños” de Gabilondo Soler como La Patita puede actualizarse como editorial del día sobre “lo caro que está todo en el mercado”.
Sí, los pueblos indígenas, las mujeres, los artistas, los artesanos, las clases populares tienen menos dificultades para entrar en la modernidad que algunos de sus estudiosos.
Néstor García Canclini, Culturas híbridas, Estrategias para entrar y salir de la modernidad, Grijalbo, México, 1990.