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Hotel Abismo: La casi olvidada dignidad humana

Por Javier Hernández Alpízar

A Letty Rojo, Víctor Caballero, familiares y amigos, con un abrazo solidario: ¡Justicia para Martín!

A Lulú, mamá de Sinhué: ¡Justicia para Sinhué!

A las buscadoras y defensoras y defensores de los derechos humanos

Porque el hablar originario del lenguaje es silencioso, sólo es oído en silencio y escuchando. El habla más auténtica es reticencia y renuncia a hablar.” John D. Caputo, Heidegger y la mística.

¿Podemos reivindicar la dignidad humana sin incurrir en el anatema de “antropocentrismo” o “especismo”? Al menos intentémoslo.

Probablemente los grandes pensadores solamente han ido cambiando de nombre al misterio del ser humano y de su relación con el misterio de existir.

Así que abordémoslo con la mirada antropológica del pensador catalán María Corbí: El ser humano desarrolló evolutivamente no solo una mirada sujetocéntrica, que le permite ver su entorno como un horizonte de oportunidades de caza y posesión, como depredador, o amenazas de otros depredadores. También desarrolló el habla, y con ella la capacidad de compartir experiencias, saberes, cultura, sabiduría incluso. Y así también desarrolló lo que él llama la “cualidad humana”. El habla hizo posible el silencio: el ser humano puede decidir callar su yo. Y cuando logra ese silencio, entonces puede acceder a la experiencia del conocimiento silencioso, que cuando las cosas, los entes, los seres que nos rodean dejan de ser objeto de nuestros intereses, entonces simplemente son: porque sí, como decía de la rosa Ángelus Silesius.

No es casual que hablar de la cualidad humana y el conocimiento silencioso nos lleve a citar a un poeta místico. Porque el propio María Corbí reconoce que, si bien ya no nos es fácil ser creyentes, no podemos descartar, de las tradiciones religiosas, las disciplinas que les permitieron a antiguas culturas apagar su yo, silenciar su yo, y dejar al mundo y a las cosas ser.

Me parece que esa cualidad humana es o bien la dignidad humana o al menos el indicio de ella. Los místicos la han aludido de diversas maneras: Meister Eckart pensó, y predicó en sus sermones, que en el fondo del alma humana hay una chispa divina, en ese fondo del alma nace de nuevo el hijo de Dios en nosotros, sin panteísmo, nos cristificamos, nos divinizamos, no porque nosotros lleguemos a ser Dios, sino porque él puede ser en nosotros. Ya en el siglo XX, Simone Weil piensa que en cada ser humano hay algo sagrado, impersonal. La tarea es descrearnos, dejar de ser nuestro yo para que Dios sea, pues Dios se retira para que la creación pueda ser.

Ahora podemos intentar decir esto sin teología, aunque de un modo no menos difícil, con Martin Heidegger: el ser humano es el ser ahí porque es existencia, está fuera de sí, y es apertura, para que el ser tenga un claro, un ahí donde ser, donde tener sentido.

Los teólogos y místicos lo han intentado pensar como el alma y su insondable fondo. Los filósofos antiguos y medievales como el alma y los modernos como conciencia (todos ellos, más o menos, como razón, pensamiento), más o menos al estilo de Blaise Pascal, que describe la fragilidad humana como una “caña pensante”. O Francisco de Quevedo, que nos ve a los humanos como “polvo, pero polvo enamorado”.

Basado en Edmund Husserl y Hannah Arendt, Klaus Held piensa que con cada ser humano nace el mundo, porque nace el ser ahí en donde el mundo se muestra, se revela, se devela.

Las cosas, el cosmos, podrían estar ahí con o sin nosotros, pero el mundo, el ser, el sentido, están en el ahí que el ser ahí, el ser humano (¿mente, alma, existencia?) le proporcionan. Es en el logos (el habla) que el ser recibe abrigo.

El ser humano es frágil como una caña, es mortal, finito, contingente, pero en él cobran sentido el tiempo, el ser, el sentido de las cosas, el mundo de vida. La vida toma conciencia de sí misma en el meditar humano. Y cada vez que un ser humano muere, muere con él una singular e irrepetible experiencia del mundo. Así como cuando un ser humano nace, con él nace de nuevo un mundo, una oportunidad, una esperanza.

Ese fondo del alma, insondable, impersonal, sagrado, es la dignidad. Simone Weil dice que eso sagrado impersonal es lo que en la víctima de la violencia y la injusticia grita: “¡por qué a mí!” Por eso es difícil de creerle a quien dice que ama a Dios, a quien no ve, pero es incapaz, ya no digamos de amar, sino de respetar la dignidad de otro ser humano, a quien sí puede ver, y a quien muchas veces se niega a ver.

Cuando sufrimos, dentro de nosotros grita algo sagrado: “¡por qué a mí!” Y cuando nos hacemos sordos a los clamores de las víctimas, estamos dando la espalda a la dignidad humana, a lo sagrado, dando la espalda a la vida, y al ser en que la vida toma conciencia de sí.

Eso probablemente no significa que los demás seres vivos, los animales, las plantas no tengan su propia dignidad ontológica. Incluso, quizá sólo esa cualidad humana, la de silenciar nuestro yo y escuchar el ser silencioso del mundo, es lo que nos permite apreciar lo inconmensurable de la presencia de todos los demás seres: aves, plantas, piedras, planetas, polvo estelar. Es la realidad bio-psico-social-cósmica del ser humano, como expresa María Noel Lapoujade.

Pero insisto: al menos a mí, me cuesta trabajo creer en la honestidad de quien se diga humanista o diga tener compasión por todo lo vivo, pero se niegue a oír el grito de justicia de las víctimas. La dignidad humana es eso que clama al cielo justicia: las madres buscadoras son el fondo insobornable de la humanidad, de la dignidad que aún nos queda.

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