“Y la pregunta por el sentido de la política, es decir, por los contenidos permanentes y dignos de recuerdo que sólo pueden manifestarse en la convivencia política y en la acción conjunta, no se ha tomado apenas en serio desde la antigüedad clásica.” Hannah Arendt, ¿Qué es la política?
Es sabido que fenomenólogos del siglo pasado se refirieron al olvido como forma de ocultamiento, velamiento y, por ello, de desconocimiento de fenómenos originarios: Edmund Husserl se refirió al olvido del mundo de la vida, su velamiento bajo un mantel de ideas y de teorías filosóficas y científicas que se mueven en abstracciones. Martin Heidegger, otro fenomenólogo, indicó el olvido del ser, de la pregunta por el ser, e incluso un olvido del olvido, y con ello, otros ocultamientos relacionados como el olvido del habitar (de su ser poético, creativo, productor) y el olvido de la physis griega (la naturaleza como poiesis generadora de vida, de movimiento, de los entes). Franco Volpi, estudioso y traductor de Heidegger al italiano, avanzó la hipótesis del olvido de la pluralidad del logos: el habla, el lenguaje, la palabra, la razón, la comprensión plural del mundo y del ser por la palabra. Probablemente Heidegger habría estado de acuerdo en que se ha olvidado el logos, porque se entiende al habla como un instrumento y no en su amplio valor ontológico. El ser humano se cree señor del lenguaje, pero el lenguaje es señor del ser humano, diría el autor de Ser y tiempo.
Aquí vamos a proponer que ha habido también un olvido de la política; y para ello, vamos a hacer una distinción entre política y dominación (despotismo) como la que entendió Aristóteles, para quien el dominio sobre los esclavos es una relación despótica pero no política. En cambio, la política es el gobierno sobre iguales, sobre otros ciudadanos que, en el contexto de la polis (comunidad, ciudad, sociedad, Estado), son iguales entre sí, en cosas como su derecho a expresarse libremente (isegoría) sobre lo público, lo común; y el derecho a ser electos a los cargos que así dispone la ley de la polis; en nuestro tiempo entendido como igualdad ante la ley (Isonomía).
Por su parte, en su ensayo Sobre la violencia, Hannah Arendt distinguió entre política y violencia. Yendo así contra la tradición que incluye la violencia en la definición de la política como “monopolio de la violencia legítima”, fórmula con la que el sociólogo Max Weber resume una tradición que incluye a autoridades como Maquiavelo y Hobbes.
Para la estudiosa de los totalitarismos, son dos cosas distintas violencia y política. Política es, recuperando en cierto sentido a Aristóteles, un poder que surge del concurso colectivo, del acuerdo, como lo que podemos hacer entre todos. Lo opuesto es la imposición sobre los otros, la dominación basada en la violencia. La política es conjunción de voluntades y no violencia; la violencia es dominación, despotismo y no política.
“El poder surge allí donde las personas se juntan y actúan concertadamente –escribió Hannah Arendt–, pero deriva su legitimidad de la reunión inicial más que de cualquier acción que pueda surgir de ésta. La legitimidad, cuando se ve desafiada, se basa en una apelación al pasado mientras que la justificación se refiere a un fin que se encuentra en el futuro. La violencia puede ser justificable pero nunca será legítima.”
Así que el paradigma moderno de política definida como monopolio de la violencia es un ocultamiento, un velo, un olvido de la política. Estados y gobiernos despóticos, dominaciones, imperios, reinos, imperialismos, colonialismos, gobiernos basados en el factum de la violencia y la pretensión de su monopolio son, en realidad, la exaltación de lo no político, de lo que no es política, de la antipolítica.
“El poder y la violencia son opuestos; donde uno domina absolutamente falta el otro. La violencia –expresó Arendt– aparece donde el poder está en peligro pero, confiada a su propio impulso, acaba por desaparecer al poder. Esto significa que no es correcto pensar que lo opuesto de la violencia es la no violencia; hablar de un poder no violento constituye en realidad una redundancia. La violencia puede destruir al poder; es absolutamente incapaz de crearlo.”
Desde esta distinción de Hannah Arendt entre política y violencia, los gobiernos que basan su poder en la violencia son gobiernos de facto, gobiernos que se fundan en el derecho del más fuerte y están por ello siempre temerosos de la subversión, del golpe de estado, de la revuelta, la insurrección, la insumisión, la desobediencia y la revolución. Como se basan en la violencia, no son muy distintos de una pandilla de asaltantes armados, y temen que otra violencia les dispute su dominación.
Aunque sea como horizonte utópico, utopía de liberación (como la llamaría el Lewis Mumford de Historia de la utopía): la política como poder colectivo, como lo que podemos hacer todos cuando logramos acuerdos y actuamos colectivamente, es un sólido cuestionamiento de toda violencia (con o sin monopolio) y supera teóricamente el oxímoron de “violencia legítima”. Si algo se basó en la violencia (imposición) es ilegítimo.
En cambio, la política como acuerdo, como resultado de la libertad de palabra y de la capacidad de convencerse unos a otros sin imposiciones, es el respeto a la dignidad de los seres humanos, singulares y como colectivos, sociedades, pueblos, culturas.
Es el viejo, antiguo paradigma democrático, que no solo está representado en el periodo democrático de la polis griega, y quizá en la república romana, sino en las democracias “antiguas” que se han venido descubriendo arqueológicamente: asambleas, decisiones comunitarias, la palabra (logos griego, tlahtolli nahua) como centro de la deliberación y la decisión política.
Muchas comunidades, cantones, aldeas, pueblos, tribus, urbanos y rurales, campesinos e indígenas, tuvieron, antes de la modernidad capitalista, formas de democracia asamblearia que construyeron el poder colectivo: lo que podemos hacer todos juntos. Pueblos indios de Norteamérica tuvieron su confederación, una especie de asamblea de naciones. Incluso en algunos de los más antiguos ejercicios de ese poder comunitario, las mujeres vivieron en condiciones mucho más favorables que hoy en el patriarcado, como han mostrado autoras como Riane Eisler (El cáliz y la espada) y, del medievo, Silvia Federici (Calibán y la bruja)
Las autonomías indígenas contemporáneas, especialmente las de las comunidades zapatistas y del Congreso Nacional Indígena, que construyen autodeterminación, autonomía y autogobierno, se inscriben, desde su propia memoria y tradición, en esta antigua y vigente contracorriente que opone a la violencia: la política, la palabra y el acuerdo.
El mandar obedeciendo zapatista y sus siete principios sintetizan mucho de este espíritu de libertad y pluralidad, de democracia como verdadera política, a contracorriente del despotismo, la dominación y el olvido de la política, al dotar de estos principios a los representantes electos: 1) servir y no servirse; 2) representar y no suplantar; 3) construir y no destruir; 4) obedecer y no mandar; 5) proponer y no imponer; 6) convencer y no vencer; 7) bajar y no subir.
Es fácil decirlos, escribirlos, memorizarlos, recitarlos. Lo difícil es ponerse de acuerdo con los otros, los diferentes, los diversos y, respetando la pluralidad, construir política democrática, sin apelar al “derecho del más fuerte” (Arendt distingue incluso fuerza de violencia) ni a la violencia, con o sin monopolios.
Hannah Arendt, Sobre la violencia, Alianza Editorial, Madrid, 2006.