Hotel Abismo: El poder no es sagrado, sacralizarlo es fetichismo

Por Javier Hernández Alpízar

Cuando la fiesta nacional / Yo me quedo en la cama igual, / Que la música militar / Nunca me supo levantar. / En el mundo pues no hay mayor pecado / Que el de no seguir al abanderado.”

George Brassens.

En el corazón del sistema socioeconómico capitalista está el vaciamiento de sentido de la vida humana: los valores de uso (la relación que tenemos con las cosas por su uso para nuestra vida colectiva e individual) son refuncionalizados como medios para un proceso de reproducción de valores de cambio, de un valor que se puede tasar en dinero y que no se considera realizado hasta no verse transformado en dinero.

Como el rey Midas de la antigüedad, el sistema capitalista transforma todo en dinero, en valor, y hace de la vida natural y social, de la cultura, del mundo de los valores de uso, del mundo de la vida humana ordinaria, una realidad fantasmal, diluida, menesterosa de sentido.

No conforme con instalar ese vacío moral, espiritual y humano en el centro de la producción industrial masiva y en el trabajo asalariado explotador y alienante, el capitalismo produce la ideología del consumo, el fetichismo de la mercancía echado a andar en forma de aparadores, publicidad, glamour.

Ante el vacío experimentado por un ser humano cuyo desarraigo de la naturaleza, de su colectividad, de su propio cuerpo y mente, el capitalismo le ofrece sucedáneos, mercancías, supuestos paraísos artificiales hechos para ser comprados y consumidos ya.

Y entonces viene una reiteración, un bucle tendencialmente infinito, un círculo vicioso: el consumo no satisface la necesidad humana (moral, espiritual) de reconocimiento, de arraigo, de cosas a la vez tan sencillas y tan difíciles de tener en el sistema capitalista como amistad y justicia, porque esa hambre de humanidad, de ser con otros y otras, no se satisface con galletas, pizzas, coches, viajes, perfumes, horas de plataformas streaming.

Por otra parte, el sistema social ha logrado descubrirnos, revelarnos, que nuestros anteriores mitos y ritos, religiones y prácticas espirituales, son construcciones sociales, lo cual, en términos de fe religiosa equivale a decir son ficciones. Creer en los libros sagrados de las religiones institucionales aún presentes nos resulta tan difícil como creer en Zeus, Ra o Tutatis.

Pero la superstición, el fetichismo mágico mistificante, el encantamiento del mundo feérico están depositados hoy en la mercancía, brillante y deseable en su cubierta de celofán o su caja de mica, ocultas detrás las relaciones sociales de producción, explotación, despojo, violencia, colonialismo.

Y los rituales pararreligiosos, como los deportes y espectáculos de masas, como el cine “de culto” o de entretenimiento, como las fiestas orgiásticas (raves, festivales, bailes), son apenas un pálido sucedáneo de la pertenencia tribal arraigante lograda por las antiguas religiones. La música espiritual negra se volvió profana y el “rockin” que designaba el éxtasis religioso, individual y comunitario, se volvió goce sensual en la música comercial masiva con sus espectáculos, conciertos, festivales y bailes masivos.

La política (en especial con su estetización en sus versiones masivas, totalitarias, fascistas y populistas) se ha convertido en otro refugio del vacío de religión y espiritualidad: ha generado un sucedáneo de moral religiosa (nacionalismo, patriotismo, humanismo, estatismo, etnicismos y chauvinismos) que congrega a masas en torno a un ritual carismático: un líder o lideresa, un partido o vanguardia iluminada.

El fanatismo religioso se ha trasladado, mediado por el fetichismo de la mercancía, la ideología del mercado y su sucedáneo estatista y populista, en el fanatismo partidario y sectario contemporáneo.

A todos los bribones que lucran con la pobreza material y moral de las masas en el capitalismo no les conviene que éstas reconstruyan una manera de subsistencia material y cultural propia, autónoma. Les conviene la indigencia material y moral, pues lucran con esa pobreza, y así como antes la religión prometía la redención más allá de la muerte y del tiempo, hoy prometen una redención en el mañana, el desiderátum de la historia, el futuro, cuando llegarán progreso, desarrollo, liberación (todos con forma de mercancías). Nihilismo envuelto para regalo.

Contra esas seudorreligiones o fenómenos pararreligiosos, la dignidad humana, subsistencia, autonomía, territorialidad, derechos humanos individuales y colectivos y pensamiento crítico (sapere aude, dijo Kant) sólo pueden ir a contracorriente.

Pero no pueden ir en solitario, tienen que ir en colectivos, pequeños o no tanto, de personas que no se consideren pertenecientes a un rebaño, sino participantes de los grupos humanos fraternos donde pueden pensar, dialogar, disentir, converger, acompañarse, darse descanso del sinsentido imperante.

Necesitamos una cultura que no nos pida renunciar a la libertad, a la propia conciencia, para incluirnos en colectivos que son partidos, capillas, parroquias de tendencia autoritaria y totalitaria.

A través de un túnel de citas, Luigi Ferrajoli, que cita a Kelsen, que cita a Platón que pone en boca de Sócrates la idea, aparece un trato adecuado para los líderes carismáticos, extraordinarios y por encima de la norma:

«De las entrañas de su espíritu – sigue Kelsen – provienen las palabras que Platón pone en boca de Sócrates en su Estado (III, 9) al preguntarle cómo se trataría a un hombre con cualidades excelsas, a un genio, en un Estado Ideal: “Le veneraríamos como a un ser divino, maravilloso y digno de ser amado; pero, después de haberle advertido que en nuestro Estado no existía ni podía existir un hombre así, ungiéndole con óleo y adornándole con una corona de flores, le acompañaríamos a la frontera:»

Entre los de abajo no puede haber fronteras, como ésa en la que despedimos cortésmente al líder sobrehumano, sino horizontes, puntos de vista diferentes que pueden compartir sus panoramas, sus utopías, sus imaginarios y respetarse y caminar juntos sin avasallarse.

El poder no es sagrado, cuando lo sacralizamos construimos el patíbulo donde mueren la libertad y la dignidad humanas.

El poder debe tener toda clase de límites; o de lo contrario, el lugar en el patíbulo, moral o literal (o mediático), será ocupado, por turnos, por todos, o casi todos.

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