Hotel Abismo: Populismo: el autoritarismo con piel de democracia

Por Javier Hernández Alpízar

Los poderosos buscan el poder absoluto para oprimir al pueblo, pero este, al buscar su liberación, lleva al poder a un jefe popular o a un grupo que pronto se convierte en tirano del propio pueblo.”

Luis Villoro.

En las elecciones más recientes en México, a pesar de que la candidata ganadora obtuvo entre 33 y 35 millones de votos, comparada con el total del padrón electoral (que no es todo “el pueblo”, pues aun si consideramos tal a los adultos en edad de votar, no todos están empadronados) es segundo lugar, después de un 40% de abstención. Del 60% que votó, el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) y sus partidos aliados obtuvieron aproximadamente el 35% de los votos respecto el total del padrón. El otro 25% se repartió entre las dos candidaturas de oposición: la encabezada por el Partido Revolucionario Institucional (PRI) y el Partido Acción Nacional (PAN) obtuvo un 16% y Movimiento Ciudadano (MC), un 8%.

Esto no deslegitima a quienes ganaron, pues la regla es que quien gana la mayoría de los votos (las abstenciones no cuentan) gana la elección. Sin embargo, nos permite preguntarnos, ¿cómo una minoría ganadora del 35% del padrón puede gobernar al otro 65% del padrón y a la totalidad de los mexicanos como si fueran dueños del país, con un supuesto mandato “histórico” que les permite hacer “cirugía mayor” a la Constitución y a las leyes, como amenazan hacer, de modo que se concentre el poder en el Ejecutivo y deje probablemente establecidas reglas que permitan elecciones sin real competitividad ni posibilidad de alternancia, al estilo del régimen priista en el siglo XX?

Las siguientes líneas quizá no respondan a esa pregunta, pero quieren ser una reflexión que nos acerque a su debate y posible dilucidación.

Si, como dice Norberto Bobbio, al clasificar los regímenes políticos, el científico social y el politólogo se comportan como un botánico y realizan clasificaciones con carácter descriptivo y a veces axiológico (valorativo), el populismo parece algo difícil de clasificar. Federico Finchelstein, en Del fascismo al populismo en la historia, lo llama “democracia autoritaria”, y el oxímoron es sintomático, parece una clasificación cruzada: porque en una clasificación inicial las categorías “democracia” y “autoritarismo” son excluyentes.

En términos más de zoólogo: ¿Qué bicho es éste que tiene piel de demócrata y cuando enseña los colmillos muestra parentesco con las dictaduras y con el fascismo?

En esta exploración del tema, abordaremos el populismo desde una mirada crítica de esos híbridos, cruza de bicho democrático y bicho fascista, y tratando de mantener las categorías en su lugar, exhibiremos al populismo como descendiente de un árbol genealógico autoritario: hijo, nieto y bisnieto de dictadores, emperadores, colonialistas, fascistas, que ha aprendido a arroparse en la fraseología democrática y las prácticas plebiscitarias, acompañadas de propaganda, parafernalia heroica y manipulación de masas.

Para ello nos remontamos a Luis Bonaparte, golpista, dictador y emperador (Napoleón III) que se asumió como el líder de Francia para recuperar un pasado de grandeza (el imperio napoleónico) y dijo actuar en nombre del pueblo.

Con ese ejemplar a la vista, quizá podremos reconocer sus rasgos en los dictadores fascistas del siglo XX como Mussolini, Hitler y Franco. Y luego en los fascistas que se reconvirtieron al populismo (asumiendo las elecciones como medio de legitimarse) como el argentino Juan Domingo Perón, abriendo camino al populismo posdictaduras que ha predominado en el planeta con ejemplos como Berlusconi, Bolsonaro, Netanyahu, Trump, Bukele, Ortega e incluso, es nuestro parecer, Andrés Manuel López Obrador.

Antecedentes, Europa, siglo XIX

En el siglo XIX hubo en Francia un intento de revolución para instaurar la segunda República francesa. Este intento agudizó una intensa lucha de clases en la que la burguesía estaba dividida entre la más moderna (industria y finanzas) y la tradicionalista y conservadora (terratenientes), ambas monárquicas y apoyadas por sectores campesinos y lumpenproletarios.

La burguesía fue usando a las fuerzas armadas (en donde iba en ascenso Luis Bonaparte) para reprimir a los proletarios socialistas, a la pequeña burguesía y sectores republicanos y socialdemócratas. Las oleadas de represión impidieron tanto la república como una más radical república socialista, pero dejaron a la burguesía, es decir a sus representantes en el Parlamento, desgastada, dividida, enfrentada e incapaz de asegurar la paz necesaria para la prosperidad de los negocios capitalistas.

En el proceso, los otros bloques sociales fueron derrotados, entre muertos, prisioneros y exiliados; y así llegó un momento en que nadie de los sectores sociales representados en la Asamblea Parlamentaria era capaz de asumir el poder y el control de la situación. En tanto, la burguesía exigía garantías para sus inversiones, el campesinado y, sobre todo, el lumpenproletariado habían sido seducidos, mediante fiestas, vino, salchichas, rifas y promesas de poder, por Luis Bonaparte, quien había regresado sin pena ni gloria del exilio, pero creció como líder de los militares; quienes a su vez, reprimiendo, aprendieron que, ante las crisis, ellos eran siempre “la solución”. En consecuencia, Luis Bonaparte y el ejército dieron un golpe de Estado.

Hábilmente, el dictador luego se “legitimó” mediante elecciones, y mediante grandes obras, megaproyectos, como la modernización de París o el Canal de Suez, apoyando causas progresistas en el extranjero (la unificación de Italia) para ocultar la represión en el interior de Francia, y apelando siempre al pueblo. El ascenso de Napoleón III explicado desde la lucha de clases, en una suerte de análisis de coyuntura histórico- periodístico, lo hizo Karl Marx en El 18 Brumario de Luis Bonaparte.

El modelo de explicación está basado en un empate de fuerzas negativo, es decir que las clases sociales, y partidos, no ganan y también se vuelven incapaces de controlar la situación, y ante el vacío de poder, y el temor de todas las clases sociales por la falta de orden y paz, principalmente las clases adineradas, surge un hombre providencial que asume un poder dictatorial, despótico y como líder carismático y mesiánico encabeza una revolución desde arriba, restaurando el orden opresor, pero remozado: regeneración, transformismo, gatopardismo.

Ésta es una clase de gobiernos autoritarios: en los que el poder ejecutivo avasalla a los poderes legislativo y judicial, aunque mantenga la apariencia de que aún existen, lo cual fue llamado por marxistas como Lenin, Trotsky (quien probablemente pensaba, en su exilio en México, en el caso del “Tata” Lázaro Cárdenas, militar, héroe revolucionario y hasta la fecha ícono nacionalista) y Antonio Gramsci: bonapartismo, aludiendo a Luis Bonaparte y su dictadura e imperio.

Este modelo explicativo, grosso modo: caos por vacío de poder y ascenso de un líder providencial, se vivió en el siglo XX en la república de Weimar, abriendo paso al ascenso del nazismo; en los momentos de caos por desgaste de fuerzas en lucha en México que dieron lugar a la dictadura de Porfirio Díaz y, en el siglo XX, a la hegemonía del Partido Nacional Revolucionario (PNR)- Partido de la Revolución Mexicana (PRM)- PRI. Y en este siglo, es nuestra hipótesis, en la crisis de representación, entre la violencia, la militarización y el neoliberalismo, que desfondó a los partidos políticos y consolidó como líder mesiánico a López Obrador entre 2006 y 2018.

El modo de gobernar de Luis Bonaparte (interesante para México porque apoyó la aventura imperial de Maximiliano de Habsburgo en nuestro país, entre otras cosas porque quería, al igual que empresarios de Estados Unidos, abrir un canal que comunicara al Atlántico y el Pacífico) fue descrito por un periodista que intentó mantenerse en el anonimato: Maurice Joly. Este periodista francés intentó eludir la represión y la censura bajo un subterfugio literario: un diálogo en un infierno dantesco entre dos personajes clave de la filosofía política moderna, uno de ellos es el autor de El príncipe, breve libro donde se explica cómo obtener el poder de un principado y cómo conservarlo, asumiendo un punto de vista de la política como los medios para lograr el fin, pura razón instrumental que, aseguran, en una anotación al margen Napoleón Bonaparte resumió como “El fin justifica los medios”. Otros lectores célebres de El príncipe son, uno desde el poder y otro en prisión: el Duce de la Italia fascista Mussolini y Gramsci, el constructor de conceptos como “hegemonía” y “bloque histórico”, que han servido a populismos nacionalistas latinoamericanos para justificar sus “transformaciones”, aunque dejó también conceptos que nos ´pueden ayudar a criticar esos populismos como “revoluciones pasivas”: revoluciones desde el poder que retoman algunas demandas populares, pero desmovilizan a la sociedad y sirven finalmente a los poderes económicos.

El otro interlocutor que usa Maurice Joly es el autor de El espíritu de las leyes, quien defiende, inspirándose sobre todo en el modelo del Reino Unido, la división de poderes en poder ejecutivo, legislativo y judicial, para que entre ellos se limiten, contengan y hagan contrapeso, así como instituciones de la democracia liberal moderna como leyes (estado de derecho), libertades (derechos) de reunión, expresión, prensa, etcétera. Hablamos, desde luego del barón, de Montesquieu.

En su Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu, Maurice Joly, pone en boca de Maquiavelo todo el arte dictatorial y autoritario de Luis Bonaparte: la manipulación del pueblo mediante pasiones como el miedo, la admiración y ambición de grandeza, la ignorancia de las leyes y de sus propios derechos, y la pasión por la retórica, la grandilocuencia, el patriotismo y nacionalismo.

Lo más interesante es que ante las objeciones de Montesquieu, el Maquiavelo de Joly explica una y otra vez cómo puede usar las instituciones liberales democráticas, conservando sus nombres y apariencias, pero vaciándolas de contenido, para simular que es demócrata, pero controlando todo como un príncipe autoritario, el hombre providencial que Maquiavelo pedía para unificar Italia (por cierto, unificada precisamente en esta época, siglo XIX; con apoyo de Napoleón III).

Maurice Joly, cuenta Fernando Savater en el prólogo a su Diálogo…, fue descubierto por la represión bonapartista y apresado, su libro casi desapareció y alguien, probablemente la policía política zarista, lo aprovechó para fabricar el libelo apócrifo “Los protocolos de los sabios de Sión”, que tanto le sirvió a Hitler y al nazismo. Algunos siguen creyendo incluso hoy en la autenticidad de ese libro apócrifo.

El libro de Joly fue recuperado y releído en el siglo XX, y, a decir de Fernando Savater, cuando lo leía le hacía pensar en el dictador Franco, aunque a un lector mexicano probablemente le haría pensar en el represor Luis Echeverría Álvarez su demagogia “tercermundista.

En nuestra percepción, Luis Bonaparte fue un líder populista en el siglo XIX, y mucho de su estilo se puede apreciar en los populismos contemporáneos.

Fascismo y populismo en los siglos XX y XXI

En el periodo entre la primera y la segunda guerras mundiales, ocurrió una crisis global para el capitalismo que tuvo su detonador en 1929. Los neoliberales ya estaban organizados, pero no podían popularizar su “Estado mínimo” en momentos en que el tamaño de la crisis pedía a gritos una fuerte intervención del Estado. El capitalismo buscó salida a su crisis en formas corporativistas y keynesianismo: el New Deal en los Estados Unidos, el fascismo en Italia, el nazismo (con políticas muy del estilo keynesiano) en Alemania, e incluso quizá los socialismos “reales” que tenían su primer caso con el triunfo de la revolución rusa en la URSS.

En México, el gobierno emanado de la revolución mexicana también generó su propio bonapartismo (presidente como monarca sexenal con derecho a elegir s su sucesor), el corporativismo (los sectores obrero, campesino, popular y el ejército, con el partido oficial) y el keynesianismo a la mexicana llamado “economía mixta”.

Sin embargo, la crisis en países como Alemania (castigada severamente por el Tratado de Versalles) e Italia, no tuvieron solamente un corporativismo y estatismo “normales”, sino hombres providenciales, líderes carismáticos y mesiánicos, que, como Luis Bonaparte y Maquiavelo, apelaron a una grandeza pasada (aria o romana) y como diría Bolívar Echeverría, abandonaron el paradigma liberal de la “blanquitud”, que puede admitir a personas no blancas pero que asuman el capitalismo y el liberalismo (con su ética calvinista) y tuvieron una suerte de involución al etnicismo al exigir la “blancura”: aria, decían los nazis, romana, decía Mussolini.

El fascismo se basó en una teología política que asumió una relación orgánica (no la ley, no la representación, sino un vínculo directo) entre el líder (Duce, Führer) y el pueblo-masa. Esta versión del populismo es dictatorial, violenta, dispuesta a asesinar a los opositores, y en el caso nazi, incluso a cometer un genocidio como el que perpetraron en los campos de exterminio contra judíos, gitanos, homosexuales, enfermos mentales, opositores religiosos, comunistas y anarquistas.

Las potencias occidentales, que en un inicio no veían mal al fascismo y el nazismo como instrumentos para acabar contra los comunistas (en la república de Weimar toleraron la violencia de Hitler y los nazis, con castigos menores, y una implacable persecución de los comunistas), se vieron obligadas a combatir al eje nazi-fascista cuando invadió países neutrales, y aliados, como Francia. La URSS vio a Hitler traicionar el pacto de no agresión con Stalin y los fascistas se vieron en medio de dos frentes, de modo que finalmente perdieron la guerra. Sintomáticamente, los aliados no tocaron a Franco, cuya dictadura duró mucho más allá, después de la derrota de Hitler y Mussolini.

Al ser derrotado el fascismo en Europa se volvió inviable en su versión dictatorial con tendencias totalitarias. Federico Finchelstein observa la primera transformación del fascismo en populismo en su país, Argentina, donde Juan Domingo Perón, militar, dictador, admirador de Hitler, se reconvierte desde su raíz fascista y entra a jugar el juego electoral aprovechando su carisma con las masas para ser el populismo peronista, raíz de un justicialismo que como partido político ha sido camaleónico: populista neoliberal con Menem, de derecha con Kirchner padre y de izquierda con Kirchner hija. Perón sintetizaba así nuestro tema: “El populismo es una cuestión de corazón más que de cabeza”.

Finchelstein saca las lecciones de todo esto. En una primera mirada, los populismos suelen ser camaleónicos, eclécticos, fluctuantes y oportunistas, cambiando de piel con frecuencia, sean de derecha (etnicistas, racistas y xenófobos, como el que actualmente hay en La India o el del supremacismo blanco de Trump) o “de izquierda”: con fraseología antiliberal o antineoliberal, antioligárquica, pero gobiernos que impulsan el desarrollo capitalista, el orden y la paz pública (en México ni eso han logrado) para los negocios (el “paraíso de las inversiones”), nacionalista, y con un lenguaje polarizante que busca chivos expiatorios brujas que cazar, enemigos internos (y externos) que alerten y alienten la unidad popular, nacionalista, de los pobres contra eternas conspiraciones.

Pero lo esencial de populismo es su relación directa líder- masas, sin mediar leyes (“la autoridad política está por encima de la ley”, ha dicho AMLO), constitución, instituciones, ni división de poderes. La trilogía de esta teología política es: nación-pueblo y un líder que es el pueblo inmediata y orgánicamente vinculado.

Además, pueblo es igual a los votantes del partido en el gobierno y los opositores son reducidos a “traidores a la patria”, el antipueblo, el complot o conspiración oligárquica o extranjera que quiere dar un golpe de estado (“golpe blando”, puede ser) al gobierno del líder histórico (mesías). Como un político que, en la serie Los Simpson, hizo una propuesta ante la asamblea del pueblo se Springfield y dijo: “si alguien no está de acuerdo, levante la mano y diga: yo odio a mi patria”, logrando con eso que Lisa Simpson se inhibiera y no planteara sus objeciones.

Si pensáramos que el argentino Federico Finchelstein exagera o se deja llevar por la experiencia nacional argentina del peronismo (fascista-populista-neoliberal-neoizquierdista), tenemos la opinión de otro defensor de la democracia constitucional, garantista: Luigi Ferrajoli, quien en Poderes salvajes hace el análisis y diagnóstico del populismo en la Italia del magnate mediático Silvio Berlusconi. El estudioso italiano encuentra lo mismo, el desprecio por la Constitución, las leyes y el estado de derecho y la exaltación del vínculo orgánico y directo (no institucional, no democrático realmente) entre el pueblo (los electores buenos) y el líder: el Duce. Ferrajoli no duda en señalar el profundo vínculo entre este populismo que pisotea los límites constitucionales y el fascismo, que Italia conoce y ha padecido en carne propia.

Si esta caracterización del populismo es acertada, podemos describirlo como una versión del fascismo para funcionar electoralmente y buscar su legitimación en las urnas, abandonando o sublimando sus tendencias dictatoriales (por ejemplo, en el lenguaje vejatorio hacia sus oponentes: traidores, corruptos, etcétera) dejándolas en autoritarismo y posturas iliberales o antiliberales, pero sin abandonar el terreno electoral- “democrático”.

La consecuencia es que los populismos son movimientos de masas, y cuando ganan las elecciones, son gobiernos plebiscitarios (alguna vez fueron llamados “cesarismos plebiscitarios”, dice Gramsci) o con el líder mesiánico o contra él y en el antipueblo.

En México, el populismo tiene raíces propias en el bonapartismo de los gobiernos de la revolución mexicana que culminaron en el autoritarismo priista: el jefe del poder ejecutivo era un monarca, el legislativo y el judicial, sus empleados, el partido (PRI) su maquinaria electoral.

El nacionalismo del lenguaje priista hizo de su origen mitificado ideológicamente en la historia de México la narrativa de un proceso que tiene por telos, por finalidad, llevar al poder a Echeverría, López Portillo o López Obrador. El corporativismo de los sectores del partido (incluso el ejército) ya existía con líderes como Fidel Velázquez o la controvertida Elba Esther Gordillo.

Aunque quienes se reivindican de “izquierdas” suelen detestar el clasismo típico de las “derechas” y usan frecuentemente el término “fascismo” como adjetivo zahiriente, en realidad, el fascismo no es individualista, no suele ser liberal, sino estatista: nación, pueblo, clase social, pueblo como expresión que incluso borra las anteriores y simplifica (excluyendo a quienes no votan por el partido), pero sobre todo, pone por encima de las leyes al líder y su voluntad infalible.

El individualismo puede ser problemático, pero también la anulación del individuo en una masa, clase, etnia, nación, “pueblo”, partido, secta religiosa etcétera, es regresivo respecto a la autonomía moderna de las personas (individuos). Como dijo Abelardo Villegas alguna vez, criticando las fallas que llevaron a su caída al socialismo real: “El individualismo es una ideología, pero el individuo no es una ideología”.

Reflexiones finales

El populismo es defendido con argumentos como que se opone a periodos elitistas, como los neoliberales, y parece dar al pueblo protagonismo (democracia directa, participativa, “protagónica”, plebiscitaria), pero suele crear nuevas élites oligárquicas, civiles y militares. Si bien el pueblo aparece mucho en el discurso, y puede haber ciertas políticas económicas redistributivas de apoyos en dinero directos (más de parte “del presidente”, que del Estado y como derechos), al dejar la decisión en manos del líder, que encarna inmediatamente la “voluntad popular”, la historia, el destino del pueblo, el futuro de la nación o del “proyecto de nación”, la transformación, y en sus versiones de derecha la pureza racial, no da el poder al pueblo sino que lo expropia y fetichiza, alzando en el trono a un monarca con nombre de demócrata. Por eso nuestro título: Populismo, autoritarismo con piel de democracia.

Asimismo, detrás del constante agonismo y maniqueísmo, el populismo trata de esconder todo tipo de pifias como la ineptitud para resolver los problemas que es responsabilidad de los gobiernos asumir y solucionar.

En suma, el populismo no es democrático sino en apariencia. Suscribo la valoración que de él hace el filósofo argentino Horacio Cerutti: …“la carga peyorativa del término tiene justificación, en la medida en que remite a ese juego frustrante según el cual el pueblo cree –o se le hace creer- que tiene el poder, aunque de verdad nunca lo ejerce efectivamente.”

Los populismos más recientes reaccionan contra el elitismo de la democracia liberal, asociada a las políticas neoliberales, y en torno a un discurso antioligárquico forman movimientos de masas lideradas por un mesías religioso-político que impulsa políticas no muy distintas a las que han impulsado los gobiernos a los que se oponen. Un artículo de Bloomberg que señala cómo durante lo que va del gobierno de AMLO han crecido mucho las fortunas de los oligarcas mexicanos nos puede ayudar a entender lo que Cerutti llama “ambigüedad” e incluso “manipulación” por parte del populismo.

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