Las encuestas son la nueva religión. David Trueba.
Es una falsa dicotomía la que los populistas y otros antidemócratas hacen entre la democracia representativa y la democracia directa. En sociedades tan masivas y complejas como las de los países y naciones actuales es imposible que se practique una democracia asamblearia plena: se impone por sí misma la elección de representantes en quienes se deleguen funciones de autoridad. Sin embargo, la democracia representativa se convierte de facto en una democracia de élites, con una oligarquía oculta detrás de una clase política de especialistas en mandar, es decir, profesionales de la política en un núcleo cerrado y partidocrático que no permiten el acceso a otros sectores de la sociedad.
El populismo promete solucionar eso llevando al poder al pueblo, pero en lugar de llevar al pueblo, a quien lleva al poder es a un líder o lideresa mesiánico, a un grupo pequeño de leales o a un partido profesional que se finge no partido sino “pueblo”.
Mejorar la democracia, superando las limitaciones de la democracia liberal, no implica destruir la democracia sino hacerla realidad: promover una verdadera apertura para que más ciudadanos puedan ser postulados a cargos de responsabilidad que sean eso: de responsabilidad, es decir, que quienes los detentan tengan que responder por el mandato delegado en ellos, rendir cuentas, ser revocables, realmente revocables y por iniciativa ciudadana.
Los mecanismos de democracia participativa son complementarios y necesarios. Pueden funcionar como asambleas a escalas menores: institutos, organizaciones, universidades, sindicatos, partidos, clubes, sociedades, comunidades, etcétera. Y por supuesto, con consultas, referendos, plebiscitos que sean consultas verdaderas: no trucadas con preguntas tramposas que inducen la respuesta, ni baterías de preguntas donde se ofertan programas sociales y se entreveran temas graves que implicarían una amplia reflexión para cada caso. Además, consultas libres e informadas, con toda la información, y el tiempo suficiente para que los ciudadanos, individual o colectivamente, se enteren, dialoguen, debatan y deliberen.
Las consultas simuladas con foros meramente decorativos, encuestas con empresas de confianza del poder, asambleas amañadas con acarreados, militantes o becarios que sustituyen a las verdaderas comunidades, no son participación. Esos mecanismos de simulación y de manipulación de la sociedad son una falsificación de la participación: son el equivalente del fraude electoral.
La demagogia populista manipula la supuesta participación con ejercicios plebiscitarios en torno a preguntas maniqueas que solo tienen una respuesta, la diseñada por el poder.
Eso no es democracia directa, es falsificación de la participación para dar la apariencia de que el pueblo decide, convalidando solamente las decisiones que el poder ya tomó. Los foros solo “para escuchar” o las asambleas solamente informativas donde la decisión se “da a conocer” y se manipula a la masa reunida mediante la emoción del orgullo tribal para dar un “sí” a una decisión de los poderosos es solamente un montaje: es el equivalente de elecciones sin real posibilidad de alternancia, porque los dados están cargados y el Estado opera solamente la legitimación de sus sucesiones y relevos de facto. Aquí las elecciones, las encuestas y las consultas o foros son un mero “trámite”: la política es administración de opiniones o votos, sin discusión, sin consensos ni disensos, sin deliberación, en suma, sin participación, sino su sucedáneo: la simulación. Esa fetichización de las encuestas (como herramienta de manipulación) da la razón a Jorge Luis Borges que caricaturizó la democracia como un “abuso de las estadísticas”.
Si las sociedades que se quieren democráticas no logran sacudirse estas falsas democracias de regímenes híbridos (mezcla de formas democráticas y fondos autoritarios), regímenes iliberales y populismos, serán presa de posdemocracias, otro de los productos de la posverdad.
Si permitimos la falsificación de la participación y la convalidamos porque “el fin es bueno”, entonces no nos distinguiremos de las democracias sin real alternativa de las oligarquías pluripartidistas.
Una democracia que quiere ser mejor que la liberal debe asumir lo mejor de la democracia liberal: elecciones libres y transparentes, garantías constitucionales de libertades y derechos, división de poderes y organismos o instituciones autónomas como contrapesos, transparencia, rendición de cuentas y verdadera revocación de mandato, elementos de democracia participativa (consultas y referéndum) no trucadas, libertad de saber, de información, conocimiento, opinión, expresión y organización, derechos humanos, respeto a las minorías y a su representación y voz y votos, libertad de comunicación, prensa, periodismo y academia. A ello le debe sumar democracia económica y derechos sociales, pero no para erosionar las libertades y derechos políticos, sino para ampliarlos: dar a la sociedad controles sobre los poderes.
Las democracias que pretenden que el pueblo es una masa homogénea representada por una sola autoridad, cuya voz es infalible, se parecen más a la monarquía papista católica o a un jeque de despotismo oriental: son fanatismos y autoritarismos disfrazados de democracias.
Además, las democracias tienen que ser civiles, con una clara separación del poder civil respecto de toda institución vertical y jerárquica o con fueros: sean iglesias o fuerzas armadas.
Una pretendida democracia plebiscitaria que solamente atienda a la narrativa de que sus electores son el pueblo y sus oposiciones son al antipueblo o los traidores a la patria no es una autoridad democrática, sino un calco mal disimulado de tribunal del Santo Oficio, la mal llamada Santa inquisición. El que opina diferente es un hereje a excomulgar y anatemizar.
Hace falta una nueva ilustración del siglo XXI que devuelva a cada ser humano la confianza en sí mismo, que le diga de nuevo: “atrévete a pensar” y que le impulse a luchar por su derecho a decidir, personal o colectivamente, sin simulaciones y con reglas claras que limiten los poderes y los dejen a merced de un control ciudadano estricto y no al revés, como pasa hoy: que el poder controle al ciudadano y lo etiquete como legítimo o espurio.