“[Nunca plantó un árbol
pero pintó con pólvora los huecos del olvido].”
Yaroslabi Bañuelos.
“Serotonina”, “Otras ausencias” y “Mujeres que no se nombran” son tres poemarios que integran el volumen Inventario de las cosas perdidas, de la poeta Yaroslabi Bañuelos (La Paz, Baja California Sur, 1991).
En “Serotonina”, la poesía se ocupa de las cosas cotidianas del habitar en el cuerpo de una mujer que no corresponde a los estereotipos y lo sabe, que constata la destrucción del mundo cómo lo conoció (“El cine de mi infancia ahora es un Oxxo) y que se va habituando y va desarrollando su vida y su poesía en la cocina, sin ninguno de los clichés de los poetas malditos (y las poetas malditas), lejos del bienestar de poseer una casa como patrimonio, ni una figura como la de Kim Kardashian, pero cociendo y cocinando perfectamente el puchero, la sal y la furia.
Aún no quiero pensar
en la ausencia ineludible
en los huecos de sal donde habitan
todas las cosas que he amado.
Ser mujer es otra forma de habitar y la poesía puede dejarnos entrar un poco en esa sensibilidad, probar algo de esa “serotonina”, algo de ese temple de ánimo como otra apertura al ser del mundo. Al grado que la propia Sor Juana dejó dicho que si Aristóteles hubiera cocinado, más libros habría escrito. Aquí la poeta Yaroslabi Bañuelos deja testimonio de un hogar solitario donde las soledades cobijan versos de poemas.
En “Otras ausencias”, la mujer vive también el barrio, la vida de las otras y los otros, vida que envía señales en los ruidos que llegan desde patios vecinos. Habita la soledad, el encierro, las preguntas sin respuesta, como aquellas por el habitar de los niños que no nacieron.
Y en “Mujeres que no se nombran”, el anonimato agrupa a grandes sujetos femeninos colectivos como “Las mujeres de mi barrio”. Niñas muertas, desaparecidas que nos dejan el recuerdo de una fotografía en la que se ve cómo lucen con su uniforme escolar. Migrantes que habitan la travesía del desierto como exiliadas en busca de refugio.
La poesía abraza a otras mujeres ausentes, no solamente las que faltan como compañía en el hogar, sino las ausencias de niñas y mujeres víctimas de feminicidios, de crímenes de odio, en una país enfermo de violencia, especialmente contra ellas. Vidas segadas como flores, en la plenitud de su inocencia.
Y la callada vida, también, de mujeres que hacen el mundo con sus manos cada día, entreteniéndose con letras de cumbia canturreadas después de haberlas oído en el tianguis, en lugar de leer los poemas de los libros que rodean a la poeta en su casa.
De la serotonina, de los sentimientos vividos en cuerpo, alma y vida de mujer a la sororidad poética: el Inventario de las cosas perdidas nombra eso que se perdió para que no desaparezca del todo, para que permanezca en la memoria y en la resistencia, que es vida. Habitar, y resistir, perseverar en su ser (su ser mujeres) y poetizar: porque los poemas son como el florecer de esas vidas anónimas, silenciosas, que cocinan, leen, al lado de la taza de café humeante, oyendo el sonido de una canción que viene del patio de la casa de junto y recuerdan a esa niña o a esa mujer que jamás han vuelto a ver, pero saben que alguien las extraña y las busca. La poesía también las nombra.
En la cornisa del poema, Yaroslabi Bañuelos departe con Alejandra Pizarnik, la poeta argentina que hubiera deseado ser una cantante de blues en lugar de pasar las horas excavando en el lenguaje como una loca. Aquí ambas pueden compartir ese espacio del poema, logro heroico de la palabra, que también es hogar, y patrimonio, donde las mujeres que escriben, y las que leen, con todo derecho, habitan.
Yaroslabi Bañuelos, Inventario de las cosas perdidas, UNAM; México, 2020.