Hotel Abismo: Sócrates y la democracia

Por Javier Hernández Alpízar

La figura de Sócrates es singular: es el caso de un pensador que se vuelve un parteaguas en la historia del pensamiento sin haber escrito una sola línea. Para él la palabra viva era el habla (Logos), el diálogo, la conversación, la controversia y debate incluso.

Y pese a que lo que creemos saber de él no lo sabemos por palabras suyas exactamente, por haber asumido radicalmente la agrafía, lo sabemos indirectamente porque fue maestro de quienes sí escribieron, como Jenofonte y Platón, y por testimonio de algunos pocos contemporáneos como Aristófanes (quien lo caricaturizó su comedia en Las nubes) y quienes lo sucedieron como Aristóteles, discípulo de Platón, y las escuelas socráticas (escépticas, cínicas, cirenaicas).

Sabemos algo de su vida, y sin poder asegurar nada como palabras textuales suyas, lo filosófico y lo sabio en él fue el vivir examinando la vida humana, interrogando, cuestionando.

Es famoso que su método era la mayéutica, a imitación de su madre, una partera, Sócrates ayudaba a los interlocutores a parir ideas, mediante interrogatorios que descartaban las respuestas vagas, imprecisas y poco rigurosas para buscar mejores respuestas, más resistentes al embate de la crítica. Algo de la viveza de esos encuentros trató de recoger Platón escribiendo a manera de Diálogos.

Sócrates vivió en la Atenas de la democracia, pero tuvo con ella la más trágica de las relaciones: fue víctima de la democracia degenerada en autoritarismo colectivo.

La democracia griega, heroica creación en un mundo antiguo gobernado por despotismos, por monarquías absolutas, también incurrió en excesos: para defenderse los ciudadanos condenaban al exilio, al ostracismo, a los líderes carismáticos, a los héroes, pues no necesitaban a nadie demasiado popular, ni poderoso o incluyente; también condenaron a algunos generales recién llegados de ganar una gran batalla en defensa de Atenas por no haber regresado a rescatar a unos soldados que probablemente no habrían de todos modos podido rescatar. Sócrates votó en solitario contra ese castigo.

Los ciudadanos atenienses que pasaban por sabios y eran cuestionados por Sócrates, para terminar mostrando que no sabían, fueron formando un público o, diríamos hoy, una opinión pública resentida, enojada, irritada por el cuestionamiento crítico. Parece que los verdaderos críticos, quienes no son complacientes o meros estetas de la palabra, sino verdaderos cuestionadores, no son bienvenidos en el mundo de las vanidades y el glamour, así se llame democrático.

A Sócrates lo acusaron de impiedad, de no creer en los dioses de Atenas, y de corromper a los jóvenes, pues enseñar a pensar y peor, a pensar críticamente, es siempre subversivo, “pervertido”, según el status quo.

Así la democracia ateniense, donde todos los ciudadanos libres (que no eran todos los pobladores, pues excluía a la mujeres, los menores de edad y los esclavos) podían asumir cargos por sorteo, tal democracia cometió otro “pecado”, sumándolo a los excesos de ostracismos y condenas movidas por la pasión colectiva: condenaron a Sócrates a morir bebiendo la cicuta, y él aceptó la pena porque no quiso ir al ostracismo, pues era un animal político (como diría después Aristóteles) un animal de la polis, pero no de cualquier polis (no un cosmopolita o un internacionalista, como otros filósofos y sofistas), sino animal de una sola polis: Atenas. Era un ciudadano con arraigo y lealtad a su ciudad.

La amargura de esa injustica, por matar legalmente a un ciudadano y hombre justo y sabio, hizo que Platón fuese acérrimo crítico de la democracia y pensara mejor en un gobierno no de colectivos apasionados e ignorantes, sino el gobierno de una minoría, la de los mejores (“aristós”, por ende, aristocracia), quienes, para Platón, eran los sabios, los filósofos.

Platón intentó llevar a la práctica su ideal (su República y sus Leyes) con el tirano de Siracusa, pero falló: parece que las tiranías, por definición, no hacen caso del saber, pues el poder ciega, corrompe y la pasión expulsa el deseo de sabiduría.

Como diría Cornelius Castoriadis, filósofo griego contemporáneo, en El Político de Platón, el discípulo de Sócrates se volvió conservador, fue contra la democracia, porque lo marcó el ver esos excesos de la democracia, como asesinar legalmente a Sócrates.

Aristóteles también usó la palabra “democracia” como negativa: los regímenes políticos podían ser, según el número de quien manda; gobierno de uno, de pocos o de muchos, respectivamente: monarquía, aristocracia y politeia. Eso, en su versión mejor, cuando obedecen al bien común, el bien de la polis. Pero sus versiones corruptas son: para el gobierno de uno la corrupción es una tiranía; para el gobierno de pocos su versión corrupta es la oligarquía y para el gobierno de muchos, la versión corrupta es “democracia”, con lo cual retrataba Aristóteles el gobierno caótico, injusto, gobernado por las bajas pasiones y la demagogia, una suerte de tiranía colectiva.

Benedetto Croce dijo, refiriéndose a los fascistas de Benito Mussolini, quienes torcían el respeto a las leyes y pisoteaban el bien común, que habían inventado un nuevo régimen: la “onagrocracia”, es decir, el gobierno de los asnos salvajes. Una idea parecida se convirtió en todo un libro de otro italiano: Luigi Ferrajoli, Poderes salvajes, porque el populismo de Berlusconi pisoteó las leyes que los italianos se dieron para que no regresara el fascismo. Pisoteando la ley parecen regresar al “estado de naturaleza”, es decir, un salvajismo no civilizado ni democrático.

Curiosamente, en la antigüedad la palabra “dictadura” no era una mala palabra, pues era un recurso legal y político para situaciones de emergencia, se nombraba un dictador que resolviera el problema en un plazo de tiempo fijo, con plenitud de poder acudía, apagaba el fuego, y su mandato dictatorial terminaba.

La palabra “dictadura” comenzó a ser usada como mala, nos ilustra Giovanni Sartori, quizá hasta los siglos XIX y XX, para denominar gobiernos autoritarios y tiránicos contemporáneos.

Y la palabra “democracia” comenzó lentamente a ser usada en un sentido positivo sólo después de las revoluciones democrático-burguesas de los siglos XVIII y XIX. Quizá no la democracia a secas, sino la “república” en sentido moderno, es decir democracia representativa, con división de poderes, con Constitución liberal, derechos humanos y elecciones.

La democracia moderna y contemporánea (representativa y liberal) no se parece del todo a la democracia ateniense, asamblearia y directa. Pero tiene con la democracia que mandó a la pena de muerte a Sócrates vasos comunicantes: puede a veces incurrir en excesos y ceder ante el predominio de las pasiones, de la demagogia, del autoritarismo.

Los Sócrates modernos y contemporáneos corren todavía peligro frente sociedades que no toleran el cuestionamiento. Claro, un crítico puede ejercer la duda contra los otros, los extranjeros, el pasado lejano, pero no contra el status quo de su polis.

Una forma en que los Sócrates actuales pueden ser de mucha ayuda para nuestras sociedades es si son muchos, si son una masa crítica de ciudadanos cuestionantes.

Una ventaja de una democracia capaz de aguantar la crítica, el cuestionamiento, la discusión libre, el examen sin contemplaciones de la cosa pública (eso es “república”), es que no genere la resaca de pensadores, por geniales que sean, pues Platón y Aristóteles lo fueron, que la mal miren y le busquen alternativas aristocráticas o monárquicas, por fundado temor a esa demagogia de los oradores que hablan a la multitud como a un gran animal (imagen platónica de la demagogia cara a Simone Weil), a quien le dicen lo que quiere escuchar y lo halagan melifluamente para engatusarlo, del verbo darle gato (pardo) por liebre.

Como quiera, quien cuestiona, el Sócrates de cada época, es necesario para que la vida social y política no se hundan en la irreflexión y la inercia: en uno de los diálogos platónicos dice Sócrates que la vida humana no vale la pena vivirse sin examinarse (sin reflexionar, meditar, pensar la vida).

Actualmente, algunos filósofos y filósofas convocan a veces a cafés filosóficos en donde el filósofo no echa discurso, sino que plantea temas- preguntas y todos dialogan, pensando, compartiendo, reflexionando la vida.

Para acercarse a la figura de Sócrates siguen siendo esenciales los diálogos primeros de Platón, los llamados “socráticos”. Otro recurso didáctico es la película de Roberto Rossellini, Sócrates (1970) https://www.youtube.com/watch?v=qixfEOavcqE

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